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Los demonios de la Iglesia

Lo devastador es que detrás hubiera prelados tramando coartadas y limpiando la escena del crimen

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Corren días difíciles para la Iglesia, y precisamente estos días, cuando se hace más visible la energía de sus creencias y la potencia de sus mitos entre la fascinación iconográfica del sacrificio sobrecogedor de la pasión de Cristo. Es un trago amargo, como el vino de la última cena en casa de José de Arimatea, mientras el tumor de la pederastia despliega su metástasis silenciosa, la corrosión invisible de esa aluminosis moral, entre las sombras estadísticas de una pandemia. La imagen de millares de sacerdotes abusando de niños vulnerables, aprovechándose de su poder sobre ellos, resulta repugnante; pero lo devastador es que detrás hubiera prelados tramando coartadas y limpiando la escena del crimen con la frialdad del Señor. Lobo en 'Pulp Fiction', levantando un espeso muro de silencio, una 'omertá' para sustraer a esos delincuentes de la justicia como si su reino no fuese de este mundo. Hace días, Benedicto XVI trató de atajar la crisis con una pastoral quirúrgica; ahora ha sembrado la duda sobre las «murmuraciones». Mientras la valentía de Jesús de Nazaret recorre las calles con la cruz sobre la espalda flagelada, la Iglesia se refugia en la teoría de la conspiración para rehuir sus demonios sin entonar un verdadero mea culpa. Eso magnifica la sombra de la cobardía moral.

Tras fallar ante esos verdugos con sotana, la Iglesia ha caído ahora en la tentación de presentarse como víctima. Tarsicio Bertone, el delfín de Ratzinger, culpa de todo esto al «anticristianismo radical y demencial extendido por Europa de una forma rastrera». Con centenares de seres humanos dañados irreparablemente por la violencia sexual de esos sacerdotes, ¿esa es la mejor respuesta de la Iglesia? Ni siquiera se han refugiado en la contrición avergonzada o en el silencio medroso del episcopado español con la técnica del avestruz -salvo Cañizares, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, que ha despreciado las denuncias por un albañal de soberbia- sino que se han enrocado con el ataque como defensa táctica. Sin embargo, no hay rastro de confabulación alguna, sino unas estadísticas demoledoras y amargas. Desde luego nada de esto legitima caricaturizar a la Iglesia como una organización tormentosa de pedófilos, pero el mea culpa y el debate del celibato, como ha razonado Hans Küng, eran una respuesta elemental. Ampararse en las tasas de delitos sobre el número de sacerdotes es un mal truco para la Inteligencia vaticana con dos milenios de escuela; y sobre todo cuando las fronteras del bien y el mal esta vez no son difusas. No hay margen para las ambigüedades o los adjetivos tácticos mientras la imagen de Cristo en las calles les proyecta el contrarretrato de esa cobardía moral.