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Jesús Maeztu en el Cerro del Moro

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Recuerdo aquella tarde de invierno cuando el Cerro del Moro era un charco que había al otro lado de las vías del ferrocarril: antiguas casas de antiguos sindicatos cayéndose a trozos, chabolas de miseria y solares donde sólo florecían impotencia y jaramagos. España sufría el lento veneno de una dictadura pero algo nos decía que llegaba lentamente la primavera.

La mayoría silenciosa obedecía los telediarios y seguía con incertidumbre la frágil salud y la edad provecta del generalísimo, pero corrían cuchicheos por los tajos, insistentes rumores al otro lado del muro de los astilleros, octavillas por los institutos y un cauteloso compromiso en las comunidades cristianas quizá porque en el Vaticano mandaba Pablo VI y todavía no había muerto Juan Pablo I. Aquella rara parroquia suya era una especie de fortín de Kevin Costner en 'Bailando con lobos', en la frontera entre el Cádiz de estrecheces y el de pobreza extrema. Allí, combatían los bolsillos vacíos, la tuberculosis y el caballo otros dos sacerdotes llamados Jesús Maeztu y Gregorio (Goyo) López: entre misa y misa, puños y rosas; entre bolsas de caridad, raciones de justicia.

También ha pasado el tiempo por sus biografías. Ambos colgaron la tirilla blanca y el clegyrman gris. Goyo López llegó a ser gobernador civil de Córdoba y, tanto después y después de tanto, sigue jugando a rimar socialismo con utopía. Pero Jesús Maeztu (Medina Sidonia, 1943) continúa en cierta forma en el Cerro del Moro. Catedrático de Derecho del Trabajo en la Universidad de Sevilla, ensayista y Defensor del Pueblo en vísperas de José Chamizo, desde 2003 trabaja como Comisionado del Polígono Sur de la capital de Andalucía, esto es, las Tres Mil Viviendas, incertidumbre y miseria, disparos en la noche y gente humilde que sobrevive en una selva. Ya en España no hay ningún caudillo -al menos oficialmente- pero la exclusión social todavía constituye una forma de tiranía.

En ese confín sevillano, Jesús Maeztu prosigue en la frontera entre la España de las estrecheces y la de la pobreza extrema. Aquí y ahora, de nuevo los bolsillos sin blanca, el sida, el rebujito de la cocaína con los opiáceos y el derecho a salir adelante de toda esa gente que, en palabras de Federico García Lorca, no tiene nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega.

Desde allí, busca el mar o el aire libre de los cerros de Vejer, donde, junto con sus amigos, recuerda tiempos en donde todavía se distinguían sobre el horizonte las señales de humo de las revoluciones. Ahora, la única revolución parece consistir en que la globalización entendida a la medida de los mercaderes no devore los suburbios de lo que queda del estado del bienestar. Ahora intenta a diario una nueva liturgia: la de volver a convertir en ciudadanos a los que se han dejado adormecer por el desencanto. Quizá por eso le hayan concedido este año la Medalla de Andalucía. Su mejor medalla, sin embargo, es la memoria, que quizá le lleve hacia una tarde de invierno en el Cerro del Moro.