relaciones humanas

Autoridad para el maestro

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Afin de atajar las agresiones a profesores, algunas administraciones han propuesto otorgarles rango de ‘autoridad pública’. De ese modo se agravarán las sanciones y las penas por el delito, y los posibles agresores se lo pensarán dos veces antes de insultarles, golpearles o cubrirlos de insultos. El solo hecho de haber llegado a este punto ya resulta descorazonador. ¿Cómo es posible –nos preguntamos– que en tan poco tiempo la sociedad haya perdido el respeto a uno de sus servidores más intocables? Porque la violencia contra los docentes, aunque vaya en aumento, es sólo la manifestación ocasional de un problema generalizado: el declive del prestigio –y, por tanto, de la autoridad– de la figura del maestro.

Alumnos conflictivos o poco motivados, padres recelosos cuando no abiertamente hostiles, directivos más preocupados por el cumplimiento de las órdenes burocráticas que por la salud laboral de sus empleados, atmósfera social indiferente a la cuestión educativa, pérdida de influencia del sistema escolar en la formación de los individuos, desprecio del saber, a estos y otros factores similares se apunta ordinariamente como propiciadores del cambio de actitud. Difícilmente un profesor podrá ser tratado con respeto por sus discípulos si alrededor todo parece conspirar para debilitar su figura.

Pero hay quienes, más críticos, consideran que los profesores no están libres de culpa. A estas alturas de la democracia, ya no sirve –nos dicen– apelar a un privilegio de oficio mientras en cualquier otro orden de la vida nos relacionamos unos con otros en un plano de igualdad. Son los méritos y el buen hacer personal los que otorgan autoridad. Junto a maestros ejemplares que conquistaron nuestro afecto en justa correspondencia a su sabiduría y a su entrega, todos hemos conocido odiosos déspotas de la tiza tan escasos de conocimientos como ensoberbecidos en la impunidad de sus prerrogativas. Ellos no merecen respeto, sino tal vez desprecio y rencor.

En principio parece razonable que aquellos malos hábitos estén desprestigiados y exijamos a los nuevos maestros que sepan ponerse a la altura de los tiempos. Pero, a la vista del perfil profesional del docente descrito en recientes estudios psicopedagógicos, las exigencias parecen más apropiadas para un candidato a superman o a superwoman. Para ser respetado ya no basta con poseer competencias intelectuales y docentes. Las corrientes actuales reclaman asimismo dotes de liderazgo. Palabra mágica ésta –liderazgo–, imprescindible en todo manual de ‘management’ y dirección de personal que se precie, pero tal vez excesiva si hablamos de educación. Es como si ya no se confiara en el poder persuasivo del aprender y en la dignidad del enseñar, y fuera imprescindible además ser gente con carisma, dotes de mando, destrezas directivas, ‘glamour’ y encanto personal. No es extraño que con semejante nivel de exigencia nuestros sufridos docentes acaben siendo víctimas de un ‘burnout’ que, cuando no lo causan los indómitos disruptores en el aula, viene provocado por el perfeccionismo propio y por el temor de no responder a lo que se espera de ellos.

Y es que hemos cargado demasiado peso en la mochila del docente. Como observaba Savater en ‘El valor de educar’, los padres han transferido a los maestros unos papeles que no les corresponden –lo que suele llamarse la ‘sociabilidad primaria’–. Cosas como hablar, asearse, tratar con la gente, adquirir hábitos de cortesía y trato social, antes aprendidas en casa, han pasado a ser competencia de la escuela. Pero en ese paquete traspasado del hogar a las aulas no ha ido otra mercancía necesaria: el respeto. Antes al contrario, se diría que cuanta mayor responsabilidad se deposita en los docentes, menos amparo se les concede en términos de reconocimiento y valoración.

Hay una parte de autoridad que el maestro debe ganar con su trabajo, pero también otra que le corresponde con carácter previo, por su condición de sabio y educador en cuyas manos se deposita la formación de los menores. Conviene recordar que el término ‘auctoritas’ viene de ‘augere’, que significa ‘hacer crecer’. En las relaciones de enseñanza-aprendizaje hay una asimetría de partida donde el maestro se encuentra en inferioridad si no goza de respeto desde el primer momento. Un respeto provisional, cautelar, si se quiere, condicionado a la demostración posterior de su humanidad y sus capacidades; pero necesario para que el concierto dé comienzo bajo su batuta.

Investir de autoridad pública a los profesores igual que la tiene el guardia de la porra puede ser un buen paso, si no se queda en darles la porra para luego desentenderse de lo que les pueda ocurrir. El paso siguiente consiste en devolver a la escuela el rango de lugar de la formación y del saber, cosa que a su vez exige el reconocimiento de la dignidad del propio saber en la sociedad. Y eso no está claro que esté ocurriendo.