LA RAYUELA

Comunión con la tierra

A los que hemos crecido en la religión católica nos es difícil olvidar, aunque no seamos practicantes, la comunión. Comulgar es un acto místico, lleno de poesía, por el que un cuerpo entra en otro. Difícil olvidar la emoción y los recuerdos que se cuelan en tromba por la pequeña ventana que tan sólo he entreabierto. Pero no es mi propósito hablarles de ese tipo de comunión religiosa, sino de la que a diario, como cualquiera de ustedes, practico con los alimentos de la tierra, en cada desayuno. Desde hace años, cuando aborrecí el café, mi desayuno es un zumo de naranja y una tostada o mollete con aceite de oliva.

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Mi fidelidad al mismo es tal que me provoca malos ratos cuando por una u otra causa falta alguno de los ingredientes. Si es en Cádiz, cuando el camarero me informa que no tiene alguno de los alimentos, simplemente le digo «gracias, buenos días» y me voy. Antes solía afearles la conducta cuando pretendían colocarte un repugnante brebaje como zumo de naranja. Es cada vez menos frecuente que te pongan delante esas vinagreras metálicas sobre las que había que preguntar cual era el aceite porque tenía el mismo color que el vinagre. También ocurre todavía que cuando faltan el mollete o la tostada, normalmente por desidia, intentan colocarte un bollito con más aire que harina.

Las complicaciones suelen ser más serias fuera de España, aunque en Europa cada vez es más fácil encontrar un bistró, un breakfast, o un café ristorante donde sentirte desayunando, casi, como en tu tierra. Pero no es lo mismo, claro. Aquí los productos suelen ser de procedencia cercana, mayoritariamente andaluza. Y ahí comienza el deleite cada mañana, recreándote en los deliciosos sabores que te sacuden las hilachas del último sueño, devolviéndote a una realidad terrenal y gozosa, al sabor de la Tierra con mayúsculas.

Es un milagro gozar con esos sabores que son el fruto de donde procedemos, la comunión con la tierra que entra en nosotros para devolvernos la vida, alimentar la sangre, regar el cerebro o recargar la sexualidad. Mientras llega al paladar la primera ola de sabor y sube por las fosas nasales la nube que las naranjas de un huerto de San Martín del Tesorillo o de Frigiliana han elaborado con paciencia vegetal, llegan imágenes de esos sitios que conoces, de los naranjales que has visto, olido, paseado, fotografiado y que están ahora en esa comunión sabrosa y carnal.

El aceite te arrastra en su río de oro a sabores que a la vez son lugares, donde los olivos alineados con rigidez marcial cubren suaves colinas y valles ondulados sin perder su paralelismo. Las sombras alargadas del atardecer dibujan con luz dorada sobre los verdes del olivo y los ocres de la tierra cuadros abstractos que evocan los jardines de un laberinto infinito. Con frecuencia viajo por su inmensa variedad de sabores, olores y colores a lugares que amo, que son memoria y paisaje de mi vida, dentro y fuera de Andalucía.

El mollete de Antequera o de Alcalá o el pan de campo de Tarifa, evocan desde los molinos de la sierra de Fate a los trigales cordobeses. Una imagen que me acompaña con frecuencia en mi comunión diaria con la tierra, es un potrillo correteando por un trigal en una colina delante de Olvera.