Artículos

El poeta y la fiambrera

Hizo que me llevara a casa una fiambrera. Así de simple, prosaico y despojado de estridencias. Calamares rellenos y tiernas patatas fritas. «Que preparen ese plato para que se lo lleve la jovencita. No lo ha tocado nadie y, miradla, ella está herida». Yo llevaba un brazo cabestrillo y, seguramente, el pelo sucio -una nunca está preparada para cuando conoce a sus mitos-. Había ido a su lectura y me encontré allí, sentada a su lado en la mesa. Junto al sencillo hacedor del versos, junto a aquel escombro tenaz que, en mis caminos taciturnos, me presta fragmentos de sus versos.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Yo llevaba un cabestrillo y me sorprendía viéndole allí. Con su pelo blanco, su barba, sus gafas negras. Yo, en aquella mesa de íntimos, con la admiración a raya y camuflada la vergüenza. Bebía el mismo whisky doble del que todos hablan y tenía ese halo triste de quien ya advirtió una vez que, para llegar al llanto, allí estaba su puerta.

Desde el domingo, los periódicos dan fe de su sensibilidad extrema, del sencillo genio de sus versos, de sus proezas. Yo recuerdo el privilegio de una cena, una charla sobre los desafíos de la izquierda, los latidos en el pecho y sorprendente cercanía del poeta. A veces, la vida se destila en expresiones sencillas. Pasa en la vida y en los poemas. Ángel González no volverá a hacer versos y a mí, para siempre, me quedará la tierna anécdota del maestro que me hizo llevarme una fiambrera. Caprichos del recuerdo, nada magnánimo ni gigante, nada que firme un anecdotario que deje la boca abierta. En estos días no paro de encontrarle en las esquinas, frente a la pantalla, en la casa, entre la gente. Cuando salgo del trabajo y enfilo el camino a casa. Ha muerto el poeta y, es cierto, no recuerdo un invierno tan frío como éste.fvila@lavozdigital.es