TRIBUNA

Santo incomprendido

Este año se celebra el centenario del nacimiento de dos figuras excepcionales de la Iglesia española del Siglo XX: El cardenal valenciano Vicente Enrique y Tarancón y el vasco padre Pedro Arrupe. El cardenal Tarancón fue el líder indiscutible de la Iglesia católica en España, desde finales de los años 60 hasta principios de la década de los 80. En esos mismos años, concretamente desde 1965 a 1983, el bilbaíno Arrupe fue superior general de la Compañía de Jesús, la institución más emblemática del mundo católico. Hoy justamente se conmemora el centenario del nacimiento de Arrupe.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Tarancón y Arrupe eran personajes de gran carisma y muy populares, plenamente comprometidos con las reformas del Concilio Vaticano II, pero que la Santa Sede quiso relegar a un segundo plano desde los primeros tiempos del pontificado de Juan Pablo II. Ambos murieron a inicios de los años 90, sintiéndose incomprendidos en una Iglesia que desde hacía más de una década involucionaba al ritmo decidido que el Papa polaco y los obispos que él había nombrado marcaban.

Pedro Arrupe encontró en el cardenal Tarancón a uno de sus mejores valedores ante el Papa. Pablo VI decía de Arrupe que era un «hombre santo pero un hombre débil», ya que no censuraba a los jesuitas que, públicamente, en mayor número y de forma más acentuada, discrepaban de la doctrina oficial y de las líneas pastorales oficiales o más comunes de la Iglesia católica en temas bien variados. En 1978 el sucesor de Pablo VI, el Papa Juan Pablo I, murió inesperadamente horas antes de recibir a una delegación de los jesuitas, para quienes tenía preparada una seria amonestación que se hizo pública de forma póstuma.

Juan Pablo II, siguiendo su estilo más propio, actuó de forma decidida y contundente. Fue uno de los episodios más misteriosos y creo también que uno de los más oscuros de su pontificado. En 1981, a las pocas semanas de que Arrupe fuera víctima de una trombosis que le impedía, por siempre, continuar a la cabeza de la Compañía de Jesús, nombró a dos jesuitas de su confianza, sin consultar ni con ellos ni con el resto de la orden, con el fin de que la gobernaran interinamente hasta elegir un nuevo general. El objetivo del Papa estaba muy claro: abrir una etapa de restauración en la Compañía de Jesús que pusiera fin a sus desavenencias con la Santa Sede y con la mayoría de las conferencias episcopales.

Es probable que, tiempo después, Juan Pablo II se arrepintiera de aquella decisión, quizá en el momento en el que se sintiera viejo e incapaz en una silla de ruedas; al igual que Arrupe el día que recibió esta noticia y por la que lloró desconsolado. La Compañía de Jesús aceptó la intervención de Juan Pablo II que, a pesar de que no se ajustaba a su reglamento interno, tampoco podía cuestionar.

En 1983 los jesuitas eligieron un nuevo general que, entonces y como luego se ha demostrado, compartía el sentir de Arrupe. Era el holandés Peter Hans Kolvenbach. Un fino intelectual de formación humanista y políglota, pero menos carismático que Arrupe y nada mediático. Kolvenbach había trabajado varias décadas en Oriente Medio, con lo que no se había visto comprometido en la situación tan delicada que la Compañía de Jesús había atravesado en Europa y América durante la era Arrupe.

La Compañía de Jesús ha resistido, no sin dificultades, la involución general que la Iglesia católica vivió desde los primeros tiempos de Juan Pablo II. Quizá no sea tan atrevida como en la época de Arrupe y cuide, más celosamente, sus relaciones con la jerarquía eclesiástica. Pero sigue manteniéndose a la vanguardia de la Iglesia católica, anticipando, explorando y afrontando la diversidad de campos en donde se dirime el futuro de la comunidad eclesial o la Humanidad: la lucha por la justicia y contra la pobreza, la educación de la juventud, el diálogo intercultural e interreligioso o la ecología.

Arrupe murió en el invierno de 1991. Unos pocos días antes recibió la visita inesperada de Juan Pablo II, quien le dio su bendición. Al igual que otros jesuitas que he conocido, el rostro de Arrupe se asemejaba cada día más, mientras envejecía, al de Ignacio de Loyola. Junto al teólogo Karl Rahner y al científico Pierre Teilhard de Chardin, Arrupe es, a mi juicio, uno de los tres jesuitas más sobresalientes del Siglo XX. Debo también apuntar que no pocos de los jesuitas que halagan la figura de Arrupe son aquéllos que, decenios atrás, le situaron a él y a la Compañía de Jesús en una situación más peliaguda ante la jerarquía de la Iglesia católica. Arrupe increpó a buen número de jesuitas por este motivo -hecho que hoy en día se elude- y entre ellos al mismísimo Ignacio Ellacuría, asesinado en 1989.

Ahora bien, la Compañía de Jesús peca de demasiada prudencia cuando cree que abrir el proceso de beatificación puede enturbiar su relación con la Santa Sede. Otros procesos de beatificación, como por ejemplo el de la reina Isabel la Católica o de los mártires de la Guerra Civil, están siendo más polémicos. En el pontificado de Juan Pablo II, entendía que no era oportuno iniciar el proceso de beatificación de Arrupe, pero no creo que ni Benedicto XVI ni su curia mantuvieran, en la actualidad, objeción alguna. Benedicto XVI no ha sido uno de los papas que más relación ha tenido con los jesuitas, aunque habría que recordarle, por ejemplo, que en sus tiempos de joven teólogo 'progresista' publicó un libro con el jesuita Karl Rahner, paladín de la teología más renovadora y muy afín a su general, Arrupe.

La historia de la Iglesia católica casi siempre termina dando la razón a los jesuitas. Muchas veces, los jesuitas más incomprendidos, reprendidos y arrinconados han pasado, en los últimos años de su vida o después de su muerte, a ser reconocidos por la Santa Sede. Por eso no debería inquietarnos que en los listados de teólogos o moralistas sospechosos de heterodoxia que la Santa Sede o las conferencias episcopales siguen eventualmente elaborando, sea fácil descubrir a algún jesuita. Pero es que hasta Ignacio de Loyola hubo de rendir cuentas a lo largo de su vida, en torno a media docena de veces, a la Inquisición o a la autoridad eclesiástica competente. Y, en alguna ocasión, el fundador de la Compañía de Jesús llegó a ser incluso encarcelado por ello. ¿Qué mal hizo entonces Arrupe?