Opinion

La unidad de (toda) España

La visita de los Reyes a Ceuta, el próximo lunes, y a Melilla, el martes, es sin duda uno de los acontecimientos de la legislatura, cuyo anuncio hubiese merecido sin duda mayor relieve de no haber sido por la acumulación de acontecimientos, con la sentencia del 11-M en primer lugar. En cualquier caso, dicho viaje institucional representa el fin de la ambigüedad en un asunto delicado en que la soberanía nacional estaba en juego. El gesto de la jefatura del Estado, evidentemente auspiciado y constitucionalmente refrendado por el Gobierno, disipa cualquier equívoco sobre la españolidad de las plazas africanas. Unas plazas a las que la Constitución reserva el tratamiento de «ciudades españolas», otorga representación parlamentaria diferenciada, y concede la facultad de convertirse en comunidades autónomas.

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La historia es conocida: Ceuta y Melilla, así como otros pequeños territorios norteafricanos, son los residuos de la presencia colonial española en el vecino continente, que se remonta, en el caso de Ceuta, a 1580 y, en el de Melilla, a 1497. Al formarse el reino de Marruecos actual en 1956, se produce la reivindicación explícita de todos los territorios norteafricanos bajo soberanía española, que no ha encontrado receptividad en nuestro país. La simetría que Rabat pretende establecer entre la situación colonial de Gibraltar y la de las plazas africanas es negada radicalmente por los ciudadanos de éstas y por el gobierno español, y, efectivamente, no existen elementos jurídicos que justifiquen la comparación entre situaciones muy distintas.

La Geografía tiene siempre más peso que la Historia y el Derecho, por lo que es comprensible tanto la reivindicación marroquí como la discreción de Madrid, que no ha querido tensar la cuerda de este contencioso. De hecho, tras la visita oficial que hizo Adolfo Suárez como presidente del Gobierno a ambas plazas en 1981, ni Felipe González ni Aznar viajaron a ellas como jefes del Ejecutivo. Sí lo ha hecho Rodríguez Zapatero el 31 de enero de 2006, en el marco de un nuevo sistema de relaciones hispano-marroquíes que, según se ve, ya admite el fin de la ambigüedad en este asunto sin generar un conflicto de grandes proporciones.

La alternancia española de 2004 ha producido un giro radical en dichas relaciones. Madrid ha aceptado la mayor parte de las tesis marroquíes en la cuestión del Sahara, vital para Rabat, y ha conseguido grandes flujos de recursos españoles y comunitarios para que nuestro vecino del sur controle su emigración a Europa. Al mismo tiempo, se ha recuperado el acuerdo pesquero y Marruecos cuenta con todos los parabienes españoles para su comercio comunitario. Existe además una corriente de simpatía entre la familia real alauí y la española, así como entre Zapatero y los principales líderes del centro-izquierda y el nacionalismo moderado marroquíes. Este nuevo clima ha hecho posible la visita pactada de los reyes a Ceuta y Melilla: el régimen marroquí hará algunos calculados aspavientos de protesta para consumo interno, pero no opondrá resistencia real a la consolidación del actual statu quo que la visita representa. Marruecos reconoce que su reivindicación territorial, que no tiene fundamento jurídico alguno ni por lo tanto cauce internacional posible, permanece de momento bloqueada, lo que no ha de tener efectos significativos en el conjunto de sus magníficas y productivas relaciones con España. Este realismo de Mohamed V es un tranquilizador signo de madurez.

La solidificación institucional de Ceuta y Melilla disipa, en fin, la neblina que se cernía sobre el futuro de las dos ciudades, que generaba lógica zozobra en las sociedades locales. Focos de irradiación de riqueza en sus hinterlands respectivos, las antiguas plazas de soberanía son además generosos crisoles de mestizaje cultural y étnico que acercan a los dos países vecinos. Si la disposición es positiva, este statu quo debe servir para estrechar vínculos y no para dificultarlos.

Zapatero, tan insistentemente acusado de «romper España» por su propuesta de revisión del Estado de las autonomías, podrá paradójicamente anotarse el mérito de haber consolidado completamente la unidad territorial de toda España, eliminando la ambigüedad que ha rodeado a Ceuta y a Melilla, ciudades inequívocamente españolas mientras la soberanía nacional así lo considere.