FIASCO. Una imagen que resume bastante bien el sentido estético de la obra.
Ocio

El pastiche nacional

El Teatro Villamarta y la de Ópera Cómica de Madrid pusieron sobre las tablas del coliseo jerezano una versión absurda e innecesaria de La Corte del Faraón

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Sinceramente: no era necesario. La voluntad que mueve a un productor, autor o director dramático a enfrentar la revisión de un clásico «desde principios actualizados pero afines a los originales», como argumentaba hace poco Miguel Narros, debe ser «férrea por motivante y motivante por necesaria».

En castellano paladín: si no tienes nada nuevo que aportar a la pieza, si no vas a «variarla» para prestarle luz o perspectiva a la anécdota, o no cuentas con la garantía de que la intención de «acercarla al gran público» está más que justificada, mejor escenificarla con fidelidad, o directamente no hacerlo.

En Inglaterra arrasa una comedia musical sobre la vida de Margaret Thatcher, crítica, ácida, pertinente, con canciones tradicionales a las que tres lúcidos guionistas de la televisión pública han modificado las letras de los estribillos para que el texto encajara en la trayectoria biográfica de la Dama de Hierro: un trabajo arduo, milimétrico, que funciona sobre las tablas. Aquí llevamos 25 años echándole la culpa a la Transición del desplome de la Zarzuela, por aquello de que la progresía liquidó a precio de saldo cualquier cosa que oliera a castizo y dictadura, pero lo cierto es que muy poquitos espectáculos, en cuatro décadas, han pretendido, de verdad, recuperar el género chico como estandarte de la lírica nacional. Al margen de gustos y predilecciones personales; y dejando claro que al teatro se tiene que ir siempre con los ojos abiertos y la permeabilidad cultural como bandera, sobre todo ante las múltiples versiones, variaciones y revisitas que se suceden en un el panorama teatrero cada vez más anclado en el medio campo, que ni ataca ni defiende; a parte de todo eso, les decía, lo que vimos el viernes en el Villamarta no fue más que un pastiche sin pies ni cabeza, sin un tratamiento presentable, sin sustancia, ni forma, ni ética ni estética. Se salvó del asunto perpetrado en el coliseo jerezano la parte musical, porque la partitura de Lleó se pega como chicle a nuestro imaginario colectivo, y bien llevada por la Orquesta Filarmónica de Málaga te arranca un tarareo por lo bajini, y de paso te perfila una sonrisa (con Ana Belén, hace dos décadas, se hubiera ido cualquiera a Babilonia, a Judea o a La Muela). La propuesta (porque de alguna manera hay que llamar a eso), disfraza al casto José de Homer Simpson, lo tira al sofá, a dormitar frente a la tele, y lo obliga a soñar con un mundo absurdo en el que destellan los reflejos de la caja tonta: fútbol, publicidad, concursos, telefilmes y reportajes sobre el antiguo Egipto. La coartada onírica, vamos, la de toda la vida, el recurso fácil, la excusa perfecta para pasar por la batidora todo lo que se preste sin tener que dar demasiadas explicaciones argumentadas al personal.