RECUERDO. La hermana de Julio Anguita recuerda a su hermano en el aniversario de su muerte. / LA VOZ
De la extraña relación entre vivos y muertos y de cómo se quedan a vivir para siempre en nuestra memoria

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Lo sentí como si la lápida me la hubieran puesto en el corazón. Cuando su familia se fue con los ojos rojos, y los demás la siguieron como si fuera la señal para disolver el cortejo fúnebre, me quedé mirando el nicho 481 y sentí la claustrofobia de estar dentro.

El silencio era sobrecogedor. Casi se podían oír las pi-sadas de los pájaros. Observé con inquietud dónde le dejábamos. A mi siempre bu-llicioso Julio le quedaron de-trás cerros poblados de olivos como vista para la eternidad, y decidí que no era un mal paisaje para quien en su ratos nostálgicos pensaba en cambiar los rascacielos de Manhattan por estos cerros de su Córdoba natal.

Aquel día de hace tres años me fui con el mármol clavado en el alma. Hubiera querido sentarme en el suelo y quedarme a su lado para siempre, hablándole para romper aquel silencio tétrico y la maldición de encerrar tanta vida a cal y canto en un nicho.

Hasta el viernes no me la pude sacar del alma. Volví a Córdoba esta semana para el tercer aniversario de la muerte de Julio Anguita Pa-rrado con más resignación que ánimo. La llamada de sus amigos y de su familia para participar en los actos organizados para hacer de su memoria una semilla del cambio y la reflexión en la profesión periodística resultaba un llamado amargo pero ineludible. Poco podía imaginarme que iba a resultar un elemento de liberación.

Julio, comprobé, ya no está en ese nicho. Estuve delante de su lápida durante varios minutos y no lo sentí allí dentro. Una nube de irritantes mosquitos atestiguaba que allí no había más que naturaleza muerta. Un perro de rabo juguetón y raza desconocida, aún cachorro, me siguió erráticamente a través de los jardines y bloques de lápidas, intrigado por el movimiento de nuestros cuerpos allí donde se oye hasta el crujir de la hierba.

Lo encontré, sin embargo, en cada rincón de la ciudad, libre al fin de sus propias angustias y de la mezquindad ajena, arropado no sólo por los muchos amigos que cosechó en vida sino por tanta gente anónima para la que el absurdo de su muerte simboliza la irracionalidad de la guerra en la que perdió la vida.

Sólo entonces, cuando me vi obligada a desempolvar los recuerdos comprendí que no era él quien se había quedado solo, sino todos los que le queríamos y llenábamos nuestras vidas con su presencia. Lloramos la muerte de alguien porque no soportamos la idea de no volver a verle, pero en realidad no mo-rirán nunca mientras vivan en nuestra memoria.