TOROS

Solitaria oreja para Ginés Marín

Bella actuación de Morante no refrendada con la espada en tarde de decepción ganadera

PEPE REYES

Con un bello ramillete de verónicas, mecidas con cadencia y gusto, inauguraba Morante de La Puebla el festejo. Una elegante media y una inspirada revolera sirvieron de espontáneas y lucidas soluciones para dejar al toro en el caballo. Cumbre capotera que tuvo su continuidad en la excelsa donosura de un quite por verónicas, en las que el burel quedaba enrocado con mágica suavidad a su cintura. Fue éste un animal al que a penas se picó, de noble condición y pronto en su humillada embestida, pero no sobrado de casta ni de fuerzas. Con unos pases por bajo, de desbordado aroma y plenos de poder, comenzó el trasteo de muleta Morante, que constituyó todo un compendio de elegancia, finura y naturalidad. Antes de que su enemigo se rajara, compuso el de La Puebla breves tandas por ambos pitones, en las que, de pronto, brotaba un imprevisto arabesco, un chispazo aleteante y barroco. Cobró un pinchazo sin soltar y el toro se echó por su cuenta.

El cuarto fue devuelto por manifiesta invalidez y en su lugar saltó al ruedo un serio ejemplar de 585 kilos, cuyo escaso recorrido en las acometidas no permitió a Morante estirarse a la verónica. Tras tomar un fuerte puyazo, el animal quedó palpablemente mermado de sus, ya de antemano, escasas facultades tractoras. Un quite portentoso de Ginés Marín salvó a José Antonio Carretero de ser empitonado al quedar a merced de la res al salir de un par de banderillas. Llegó el toro con una embestida noblona y sumisa al último tercio, aunque sin vibración ni transmisión, lo que fue aprovechado por el artista de la Puebla para gotear exquisiteces en una faena, si no rotunda y ligada, sí rebosante de momentos de gran toreo en pases sueltos de suma calidad y belleza. Unos naturales postreros colocaron artístico colofón a un trasteo que remató de pinchazo, estocada atravesada y tres golpes de verduguillo.

Con la estampa alada de un farol recibió Cayetano al colorado que hizo segundo, cuya carencia de codicia en su embestida nubló la armonía de las verónicas siguientes. Tomó este ejemplar una vara en todo lo alto de Luis Miguel Leiro, mientras que Iván García y Alberto Zaya tuvieron que desmonterarse tras completar un lucido tercio de banderillas. De hinojos dio comienzo la faena Cayetano junto a tablas, para plantear la pelea en los medios, donde, después de dos tandas de muletazos, el toro perdió el escaso brío que poseía. A partir de ahí, todo fue un intento infructuoso por parte del diestro de sacar agua de un pozo absolutamente seco de raza y agresividad. Con pinchazo y estocada puso fin a su labor. Tampoco se pudo estirar Cayetano de capa ante el quinto, que se quedaba bajo los vuelos de su trazo. Animal de noble pero mortecina embestida a media altura, que pronto buscaría la querencia y que colmó de sopor el reiterado intento del diestro de armar faena. Lo intentó éste por todos los medios y hasta completó una vuelta al ruedo en persecución del manso. Abrochó su actuación con media estocada tendida y tres descabellos.

Con ceñidas verónicas recibió Ginés Marín al tercero de la suelta, toro conqueño de Núñez del Cuvillo que tomaría una vara leve y trasera de la cabalgadura, lo que supuso un castigo excesivo, dada la ausencia de casta del ejemplar. Si bien, llegaría con el motor justo para regalar al jerezano un número aceptable de boyantes embestidas en el último tercio. Saludaron Fini y Manuel izquierdo tras parear con acierto y Ginés Marín tomó la pañosa, con la que se prodigó en series de redondos y naturales, en las que destacaron algunos pases de muy buen trazo e inspiración. Al tiempo, la plaza se llenaba con los bellos acordes de «Manolete», pasodoble rotundo, dramático vertical. Manoletinas postreras y alegres cambios de mano dieron paso al primer trofeo de la tarde, un vez que matara de estocada en el mismo hoyo de las agujas. Cerró plaza un jabonero que careció de celo en el capote de Ginés Marín y que tomó un exiguo castigo en varas. Arribó al tercio de muerte con una sosería desesperante en sus tenues acometidas a media altura, lo que restaría intensidad e interés a la esforzada labor del espada. Unas pedresinas postreras dieron paso a una estocada y descabello.

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