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Manzanares salva la tarde

Un pobre encierro de Juan Pedro Domecq marca la primera cita realmente esperada de la Feria de Jerez

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Con bellos lances de recibo en los que meció con suavidad la verónica se hizo presente en el ruedo Morante de La Puebla. Pero en ellos el toro demostró ya tanta codicia como una flagrante ausencia de poder y fortaleza. Intentó después el sevillano un quite a la verónica pero el animal proclamaba un evidente menoscabo en su tracción por el leve castigo recibido en varas.

Muleta en mano, Morante se demoró en un preludio dilatado de probaturas, y cuando se decidió a ensayar el toreo al natural quedó patente que no había toro, o que el poco que hubo se esfumó con la fatiga provocada por la brega de los primeros tercios. Circunstancias que obligan a abreviar a Morante y a dejar consumado para el público el primer petardo de la tarde. Parecida historia ocurriría con el tercero, que blandeó bajo el capote de el de La Puebla y no respondió con el debido recorrido a los cites reiterados de su matador. Corta embestida que se tornaría en mortecina al salir del breve encuentro con el caballo. Ante la nefasta condición del astado, carente de todo atisbo de casta y de poder, la labor muleteril de Morante se limitaría a un intento desganado de armar faena. Insultante remedo de tauromaquia que tuvo su colofón con un reiterado desacierto con el descabello.

Derrochó ganas y amor propio el artista de La Puebla para sacarse la espina de tarde tan tan baldía con su último oponente. Galleó con garbo en airosas chicuelinas e intentó alargar unas acometidas que, para su pesar, se sucedían intermitentes y escasas de recorrido. Esfuerzo que tuvo su escueta recompensa en aislados detalles toreros que recordaron lejanamente su maravillosa muleta que es capaz de dibujar pases de seda y menta o algunos molinetes arrebatados que evocaran ocres daguerrotipos de Belmonte. Pero su enmigo, tardo y descastado, sólo le permitió el apunte, el chasquido aromado de un goteo. Tras errar de forma reiterada con la espada, Morante se despidió de Jerez con el desabrido esportón de tres silencios.

Manejó Manzanares con donosura el capote frente a sus tres oponentes y hasta dibujó algunos lances plenos de armonía. El segundo de la suelta iba y venía tras el engaño sin codicia ni convencimiento, pero al menos mantenía la fijeza y cierta repetición tras el engaño.

Manzanares aprovechó estas cualidades para ofrecer varia tandas cortas y espaciadas en redondo y otra más desacoplada al natural. Firmó una labor correcta pero ayuna de ceñimientos, en la que destacaron excelsos remates y un prodigiosocambio de mano.

Erró al intentar la suert de recibir en dos ocasiones y finiquitó al animal con una gran estocada al encuentro. Dentro de el inmenso oasis varilarguero que suponen este tipo de corrida de toro terciado, digno es resaltar la vara en todo lo alto que José Antonio Barroso castigó, según cánones, al cuarto de la suelta. El poco celo y nula transmisión de este toro las superó el alicantino con una muestra de su toreo sobrio y de mano baja, de muleta siempre baja y puesta en la cara de la res. El astado fue de menos a más en el transcurso de la faena y propició que Manzanares cuajara vaias tandas de derechazos rotundos, pero sin apreturas, y una sola al natural que resultaría la más vibrante y emotiva. Al final del trasteo volvió a la mano izquierda pero entonces el animal, que ya buscaba las tablas, no respondió como antes. Una gran estocada al volapié le serviría para obtener las dos orejas. Otro apéndice sumaría con el que cerró plaza, para lo que hubo de contar con la benevolencia de palco y público en general. Porque fue este último un toro que sólo derrochó movilidad en sus primeras arrancadas, en las que Manzanares, espaciando en exceso las tandas, rubricó dos tandas con cierta enjundia.

Pronto el toro buscaría las tablas, donde el alicantino rubricaría su actuación con una espléndida estocada en la gallarda suerte de recibir.