opinión

Las ciudades invisibles

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

A veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicadas entre si» (Italo Calvino: Las Ciudades Invisibles). Disfruté hace poco con la alegre compañía de Eugenio Belgrano uno de los jóvenes investigadores más sagaces de la ciudad, un Indiana Jones que ha explorado con arrojo buena parte de los secretos que esconde el suelo que pisamos. Entre ellos las tan mentadas Cuevas de María Mocos, minas militares construidas en el XVIII, visitables hasta que en los años cincuenta se cerraron sus accesos y que mi intrépido interlocutor ha podido explorar comprobando el buen estado de sus fábricas de sillería de piedra ostionera y sus bóvedas de ladrillo tosco. Me cuenta que no han resultado afectadas por las cimentaciones de construcciones contemporáneas ya que se encuentran a unos cuatro metros de profundidad. Estos corredores propiciaron aventuras iniciáticas de muchachos que en ocasiones tuvieron que ser rescatados por el Cuerpo de Bomberos; también ofrecieron guarida a todo tipo de prófugos y lunáticos. Dícese que en algunas de sus estancias, una gitana de nombre María criaba pavos y se atribuye a ella el reciente nombre de las viejas minas. Pero hay mucho más: criptas y sótanos, aljibes, arroyos encañonados; alcantarillados, atarjeas y acueductos de romanos o musulmanes; restos de edificaciones que pudieron formar parte de otras ciudades, como el Pozo de Enrile o vestigios de un templo paleocristiano. No debo revelar aquí mucho más, pues es Eugenio quien ha de publicar el resultado de sus laboriosas investigaciones.

Tal vez ese mismo día acudí al atardecer, como tantas veces, a pasear por el Camino del Arrecife. Sin duda el cielo debe ser una puesta de sol en La Caleta. Contemplando las rocas doradas que el fresco poniente azotaba imaginé que quizás fueran los restos de sillares de construcciones fenicias o romanas. La actual ensenada recuerda la canal que separaba las islas Eritheya y Kotinousa, en la primera de las cuales dicen que pudo asentarse una ciudad fenicia; en la ribera oriental se ubicó más tarde esa ciudad romana que fascinó a los cronistas árabes, los cuales describen sus monumentales edificios ahora convertidos en rocas bañadas por las olas. No pude acceder al Castillo de San Sebastián desde cuya puerta se divisan una sucesión de atalayas que pautan la ciudad finalmente heredada: la Torre Tavira, principal mirador de la ciudad antigua; las torres de la Iglesia de La Palma y las de la Catedral; las Torres de la Luz que definen el Estrecho de Puntales; y más allá, Torre Gorda y el Castillo de Sancti Petri en el lugar del Templo fenicio de Melkart, el Hércules de los romanos.

Finalmente resulta agradable saludar la efigie del trovador de estos lugares, Fernando Quiñones, quien poco antes de fallecer, desde aquí comentó a su mujer Nadia: «éste es el mejor regalo que te he hecho: Cádiz, La Caleta». Recuerdo su poemario ‘Muro de las Hetairas o Fruto de Afición Tanta o Libro de la Putas’, 1981. En él nos habla de otro mundo también desaparecido el de los viejos burdeles portuarios que dieron fama a esta ciudad entre los hombres de la mar, cuando nuestros muelles esperaban con ansiedad la llegada de El Cabo de Hornos desde el Mar del Plata.