EL MONUMENTO DEL CENTENARIO, PIEZA A PIEZA

Una clase de política y un cafelito, por favor

La mayoría de los cafés de 1812, las auténticas trastiendas de las Cortes, ya han desaparecido

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En los tiempos en que la burguesía española se relamía frente a una suculenta taza de chocolate, la moda del café hacía furor en Cádiz. Eran los últimos años del siglo XVIII y los cafés ya se habían convertido en toda una institución, como recoge en su conocida obra Ramón Solís, basándose sobre todo en la proliferación de estos locales y también en el volumen de mercancías que entraba al puerto en aquella época.

En aquellos lugares, además de degustar la droga más aceptada en el mundo, procedente de Guayaquil o de Cartagena, también se discutía de política, se leían los periódicos, se jugaba al billar o se veía pasar la tarde.

Casi ninguno de estos locales persisten hoy en día. Como mucho, queda alguna placa que los recuerda en edificios en los que se ha perdido la configuración antigua y por supuesto, la decoración o cualquier vestigio de los que fueron sus antiguos dueños.

El más famoso de estos lugares era el café Apolo. Las discusiones allí llegaron a ser de tal grado que se decía que influían en lo que después se discutía en las Cortes, por eso se le llegó a denominar las ‘Cortes chicas’. El café estaba situado en la esquina de la plaza de San Antonio con la antigua calle Murguía (hoy presidente Rivadavia), en el lugar que hoy ocupa la Tesorería de la Seguridad Social. El local, de dos plantas, era propiedad de un barcelonés, Ramón Soler, pero como estaba delicado de salud, éste sólo atendía el mostrador de la planta baja.

Pero lo mejor, sin duda, se ‘cocía’ en la planta alta. Allí atendía a los parroquianos Santiago Pirra, un milanés, que sin duda debió mediar alguna vez cuando las conversaciones elevaban el tono. Y subían. De eso daba fe el catedrático de Geografía e Historia José Navarro Latorre, que escribió un pequeño texto (editado por la antigua Caja de Ahorros de Cádiz) sobre el Café Apolo. Navarro se centra, sobre todo, en la causa del Café Apolo. En el Archivo Histórico de la Nación de Madrid, puede seguirse el juicio que se montó contra algunos asistentes a las tertulias del ‘alto Apolo’ una vez que Fernando VII anuló la Constitución de Cádiz, en 1814. Llegó a juzgarse a los asistentes por hacer un juicio al monarca y condenarlo a muerte. Nunca se probó.

Igual de importante que el Apolo era el café de Orta, más conocido como Café de los Patriotas. Estaba ubicado en la confluencia de las calles Valverde y Cánovas del Castillo. El local está ahora ocupado por una tienda de muebles, que a su vez tomó el traspaso del bar Sáiz. «Aquí no había nada histórico», explica Onofre Conde, el propietario, que asegura que cuando entró el bar tenía una decoración propia de los setenta u ochenta y no pudo aprovechar nada. Tampoco en la época de las Cortes debía estar decorado profusamente, porque era el lugar al que acudían los artesanos de la ciudad, que no podían acudir a las galerías de San Felipe pero sí tenían interés por conocer lo que pasaba. El dueño era un gallego, José Rodríguez, que abrió el café con los 93.000 reales que le facilitó el comerciante Cecilio Zaldo. Aunque los que acudían a uno u otro establecimiento eran públicos diferentes, hubo un acto de confraternización entre ambas clientelas.

Aparte de esos dos, había muchísimos otros. Estaba el café del Ángel, en la confluencia de la calle Santo Cristo con la plaza Candelaria, en un edificio anterior al edificio que hoy alberga una espartana residencia de estudiantes, con su fachada superpoblada de balcones. El café del Ángel ocupaba un edificio que fue mezquita y después ermita de moriscos para luego pasarse a la religión del café y la política.

En la calle Nueva, también de mucha importancia junto a Ancha, estaba el café del León de Oro, justo donde estaba una tienda de telas (K.A. International) que hace poco cerró sus puertas. Antes de que la franquicia lo ocupara fue el Bazar Inglés que aún conservaba la estructura del café, con sus clásicas columnas. También allí se podían encontrar

Otra estructura que no se ha roto es la del Café del Correo, en Cardenal Zapata, 6. Hace casi ocho años, cuando Jesús Pina cogió el local para abrir su tienda de decoración se encontró los arcos de ladrillo y las columnas y por prescripción municipal, las mantuvo. Su tienda hoy es un espacio diáfano en donde se acumulan las lámparas, los percheros y cuadros, donde hasta hace poco, como recuerda José Manuel Pina, estaban las mesas y sillas antiguas. En el escalón de entrada aún puede leerse el nombre del viejo café, grabado en el mármol.

Uno de los lugares más aristocráticos de la época era la confitería (café) de Cosi, en la calle San Francisco, justo en donde antes estaba la farmacia (hoy trasladada), en la esquina con General Luque. Lo regentaba el joven gaditano Francisco Cosi. Para hacerse a una idea de las dimensiones del local, hay que anotar que Cosi tenía 24 empleados que vivían allí mismo.

El Café de las Cadenas estaba en la plaza de las Nieves (hoy plaza Mendizábal), pero no en el lugar que hoy ocupa un bar, sino en la esquina con Manzanares. Se mantuvo un tiempo como tostadero de café, propiedad de los mismos dueños del Nicanor. El de las cadenas, muy famoso porque aparecía en los periódicos, tenía un alojamiento contiguo y era propiedad de Josefa Martínez, viuda de Benito Gullón, y de su socio, Carlos Amedey.

En Novena había dos más: uno propiedad de unos gallegos y otro del italiano Antonio Cardelino.

Según la relación de gremios de 1802, existían 23 cafés y 29 confiterías, por no hablar de las cervecerías, que también las habían, y las populares tabernas.

Pero aunque es cierto que los cafés tenían un matiz innovador y liberal, para el historiador José María García León su papel «se ha mitificado mucho». Hay que tener en cuenta que la mayoría de la población era analfabeta (hasta el 94% de los españoles en el año 1803). Ese era el principal motivo por el que los periódicos de la época se leían en voz alta. «Pero la gente iba allí sobre todo a charlar, a tomar café y a jugar al billar, que era muy popular en la época; no siempre se hablaba de política», subraya el profesor de la UCA.

Como fuera, de la historia de estos cenáculos de la opinión ‘pública’ quedan pocos rastros. Tan sólo un desgastado escalón de mármol y un buen número de papeles en el Archivo Histórico de la Nación sobre aquel fingido Consejo de Guerra que presuntamente se le hizo a Fernando VII por desertor. Tal vez si la sentencia se hubiera ejecutado, el Café Apolo habría sido el símbolo equivalente en España a la Bastilla. Esa sí sería otra película.