Los últimos clientes se despidieron del edificio con una fiesta llena de sorpresas y la pernoctación en sus habitaciones de siempre, a la espera de disfrutar del nuevo./ FRANCIS JIMÉNEZ
CÁDIZ

«Mi última noche en el Atlántico»

Las sábanas y cristalerías están como nuevas, pero la vida del Parador toca su fin. Ahora los empleados y sus anécdotas serán sus únicos moradores

CÁDIZ Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

«Buenas noches, su habitación es la 401». El recepcionista Miguel Caballero me da la tarjeta que abre la puerta de toda una experiencia: dormir la última noche a la orilla del Atlántico. Durante unas horas compartí hotel con lo más distinguido del Parador Atlántico, esos huéspedes que hace tiempo que atravesaron la línea de ser meros clientes para convertirse en parte de la familia. Una familia de casi 80 personas que se desviven para que a los moradores de las habitaciones no les falte de nada y que, ayer, vio como sus últimos clientes abandonaban el hotel tras pasar una noche histórica y muy especial. El Parador cerró sus puertas por las obras de reforma hasta 2012.

No es de extrañar que todas estas atenciones se hayan convertido en el principal reclamo del hotel. Eso y, sobretodo, el mar. El Océano que baña los cimientos del Parador influye en algo más que en el nombre. Todas las estancias del edificio comparten su tradicional aroma aséptico con un fondo de olor a brisa marina. El aroma hoy es más intenso que otros días y las vistas desde la terraza de mi habitación confirman lo que ya imaginaba: la bajamar deja ver las piedras de La Caleta.

Fin del acto

La fiesta de clausura termina al filo de la medianoche y los huéspedes se van a dormir conscientes de que será su última noche. María Dolores Cívico es una de ellas. Me la encuentro al pie del ascensor, en plena retirada. Está cansada pero me resume lo que ya comentó durante el cóctel: «Llevo viniendo desde hace 18 años y no creo que vuelva a Cádiz hasta que el edificio no esté terminado».

El bullicio se apaga poco a poco y abajo quedan los trabajadores inmersos en las tareas de recogida y preparativos. En las plantas superiores el silencio se hace dueño y la noche cerrada confiere a los largos y desiertos pasillos una impronta especial, casi onírica.

La nostalgia que ha presidido las conversaciones de la fiesta se apodera de un servidor. Pocos son los gaditanos que no pueden decir que han estado en el Atlántico al menos vez en su vida. Al paso por el Salón Caleta, recuerdo las imágenes de dos Reyes Magos muy especiales, mi padre y mi tío.

Una fiesta espontánea

Los parapsicólogos dicen que los edificios conservan la energía que absorben de sus moradores. Y debe ser verdad eso porque en las paredes de los salones, pasillos y habitaciones, a pesar de estar desiertas, reverberan pasos y risas antiguas. Mientras los huéspedes se dejan caer en las redes de Morfeo, abajo la vida sigue. Como no hay sueño, el fotógrafo y yo bajamos al bar.

Allí el jolgorio continúa ahora en manos de los trabajadores. Marisol, Natalia, María Jesús y Conchi no lo dudan y se tiran a la piscina, aún con su uniforme de camareras. «¿Qué os creíais, que no íbamos a ser capaces?», espeta Marisol a sus compañeros que las miran divertidos desde el borde de la piscina. «Objetivo cumplido», la primera vez que se bañan en la piscina a pesar de sus años de servicio en el Parador. La segunda será en 2012 y en la piscina del nuevo Atlántico: «Hemos hecho una promesa».

A pesar del calor del día, la noche está húmeda y bañada por la penetrante luz de una luna llena que dibuja surcos de plata en el mar. Las cuatro valientes se adentran por el bar para cambiarse y entrar en calor. Seguimos sus pasos. Laura San Antón nos sirve dos copas. Está deseando que cierre el hotel para poder realizar uno de sus sueños: ser madre. «Me casé hace un mes y ahora voy a tener dos años para hacer niños». En el bar los vapores del alcohol avivan la llama de los recuerdos. Bajo las constantes advertencias, entre risas, de «por Dios esto no lo vayas a contar», descubro que aunque el trabajo en los hoteles tiene muchos sinsabores también está lleno de grandes momentos.

La Reina, el «malo de la película de James Bond» o las cristaleras del bar acaparan el anecdotario de una noche en la que la camarera gaditana Isabel Gragera centra la atención de los presentes. Es fija discontinua y su trabajo en el hotel acababa esa misma noche. «No me importa la hora de irme, total mañana ya no tengo que trabajar», explica entre risas.

El resto de sus compañeros sí tenían que volver, ya que durante el mes de noviembre seguirán trabajando desmantelando el hotel. Aunque como remarca Carmelo del Amor, jefe de sector y toda una institución en el Parador desde hace 38 años, «ya no será lo mismo».

Lo mismo piensa Fabiola Vázquez que durante mi estancia se desvive en atenciones. Como buena gobernanta no da puntada sin hilo y no pierde ojo de la situación. Ella es la encargada de presentarme a Jesús Martínez, uno de los huéspedes del hotel y protagonista de la noche. Ha fabricado cientos de calcetines conmemorativos de la fecha del cierre. «Para mí representa la senda que hay que recorrer hasta 2012», me explica orgulloso el empresario burgalés.

Mientras sus compañeros continúan con la juerga, Miguel Santana no se aparta de la recepción. Desempeña su trabajo en el turno de noche y está preparado ante cualquier contingencia. Como la que ocurre entorno a la medianoche cuando está respondiendo a mis preguntas y desde la habitación 236 le piden un médico por una subida de tensión. «Esto es así ya estoy acostumbrado».

Nuevo día extraño

La madrugada avanza así que opto por despedirme de mis charlatanes interlocutores, paso frente el mostrador de Santana y subo hasta la 401. Allí me aguarda una confortable cama a la que le espera un futuro incierto, según Fabiola, «servirá para amueblar otros paradores».

El sueño se apodera de mí hasta la mañana siguiente, en la que decido compartir desayuno con el resto de los huéspedes que, como yo, se disponen a dejar el hotel en unas horas. Al verme marchar del comedor, Carmelo se acerca y me planta dos besos. «Cuando queráis venid a verme a Santillana». Del Amor ha decido no irse al paro, «ya tiene Zapatero suficiente», y ha optado por aceptar una plaza en un parador de Santillana.

A lo largo de la mañana, todos los clientes se marchan. Sin embargo, hay alguien que no despertó de esa noche. El edificio se ha entregado a los sueños de historias pasadas y de emociones vividas. Ya no despertará hasta 2012, y lo hará con una nueva forma. Desde la puerta del hotel alzo la vista y me despido de él. No es un adiós. Es un hasta pronto.