Rachida Dati, ministra de Justicia francesa, figura como número dos de la UMP de Sarkozy a las europeas. / AFP
ESPAÑA

Una reserva para los dinosaurios políticos

Los representantes apartados en los ajustes internos de sus partidos ocupan muchos escaños de la Eurocámara

| CORRESPONSAL. BRUSELAS Actualizado: Guardar
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El Parlamento Europeo es una institución para seniors. Aunque en su historia haya casos como el de Eluned Morgan, que en 1994, con sólo 27 años, alcanzó la condición de eurodiputada con los laboristas británicos dispuesta a combatir el paro obrero en las tres cuartas partes de Gales que la eligió para el cargo, lo cierto es que los hombres y las mujeres que se sientan en sus escaños son, habitualmente, gente talludita, curtida en política y con una ejecutoria -buena o mala- detrás bastante definida.

Tradicionalmente, la institución ha sido considerada como un destino noble para «vacas sagradas» de la política nacional a las que el frenesí del momento político y/o los ajustes internos de los partidos habían dejado fuera de foco.

El caso de Francia podría ser paradigmático: la legislatura que ahora concluye ha registrado el paso cansino por los pasillos del Parlamento comunitario de personalidades como Philippe Morillón, 73 años, general que fuera jefe de las fuerzas de la ONU en Bosnia.

O del histriónico y vociferante Jean-Marie Le Pen, 80, caudillo de la extrema derecha francesa en declive, por no hablar del ex primer ministro Michel Rocard, 79 años, brillante socialista que tuvo que pugnar en su partido para que le dejaran presentarse otra vez en 2004. O Charles Pasqua, que dejó la presidencia en la Eurocámara del grupo Unión por las Naciones ese 2004, a los 77, para retornar a la vida nacional como senador.

El propio carácter y funciones de la institución, relativamente indefinidos aunque cada vez más precisos, han contribuido estos últimos 30 años a desdibujar los perfiles tanto del continente como de sus contenidos.

El progresivo refuerzo de las competencias de la Eurocámara desde la entrada en vigor del Tratado de Maastricht, en los años 90, y la acusada determinación parlamentaria por desempeñar un papel relevante en los quehaceres comunitarios y en la órbita política mundial han ido cambiando paulatinamente esa percepción.

Pero quizá no tanto entre los partidos nacionales, donde se confeccionan las listas y que, en prácticamente todos los Estados miembros, continúan considerando las elecciones europeas como un momento más en la pugna por el poder nacional y los escaños como un puesto bien remunerado con el que agradecer servicios prestados. Un repaso somero a las candidaturas de los principales partidos españoles a los próximos comicios confirma ese análisis.

El problema es que la Eurocámara se ha convertido, después de las últimas reformas legislativas de la Unión, en un saco gástrico que disuelve mucha materia a sus propios ritmos de digestión. Se ha visto esta pasada legislatura, en la que desde los escaños parlamentarios han sido desbaratadas estrategias laboriosamente puestas en pie en la Comisión y el Consejo (actitud ante los métodos estadounidenses de lucha contra el terrorismo islámico, jornada laboral, liberalización de mercado de servicios, por citar algunas) para gran disgusto de los Ejecutivos nacionales y del comunitario.

Oportunismo

No puede decirse que todas esas decisiones hayan respondido siempre a análisis del interés general. La última, que echaba por tierra la pretensión de que las actuaciones contra los que se bajan ilegalmente música y películas de internet puedan ser castigados sin la concurrencia previa de un juez, pareció más una concesión precipitada y oportunista de cara a la galería que el ejercicio de responsabilidad política que cabe esperar de una institución de este rango.

De modo que sí, la Eurocámara sigue siendo una reserva para dinosaurios políticos, pero la vida en su interior, cada vez más, se desarrolla de acuerdo con pautas autónomas.

Ciertas técnicas de análisis puestas a punto por la London School of Economics y la Université Libre de Bruxelles muestran, por ejemplo, que la lealtad de los eurodiputados a su grupo político, a su grupo nacional y la que profesan a los intereses del Estado del que proceden difiere.

La de los eurodiputados españoles estos últimos cinco años a sus respectivos grupos nacionales ha sido ostensiblemente más acusada que la que han profesado a su país, lo que podría explicarse en clave de discrepancias de partidos políticos en el poder y en la oposición, trasladados a la instancia europea.