Cultura

Sobre las parturientas, sus criaturas y las amas de leche

Durante siglos, las mujeres parieron de forma natural y sólo, en ocasiones, eran asistidas por comadronas cuya destreza merecía, incluso, el reconocimiento público

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Durante siglos, las mujeres españolas no hacían nada ante el momento inminente del parto, produciéndose éste de forma natural. Una vez que había tenido lugar, se limitaban a lavarse junto al recién nacido, e inmediatamente se incorporaba al trabajo o a sus obligaciones diarias. De todos modos, las mujeres se asistían mutuamente en el momento de parir y, cuando una de estas mujeres destacaba por sus cualidades, se la distinguía y reconocía entre todo el pueblo. Prefiriéndose, mujeres que ya hubiesen parido por las dotes de compasión ante el dolor que podían ofrecer a las parturientas y por el conocimiento que del cuerpo de la mujer tenían y del trato que debían dispensar a los recién nacidos.

Moschión, Hipócrates, Galeno y Plinio, entre otros, desde tiempos antiguos dejan constancia de las cualidades y condiciones que debían darse tanto en las comadronas como en las amas de cría: «estudiosas, aseadas, fuertes, laboriosas, diestras, compasivas, vergonzosas, de buena memoria y sin defecto corporal que las haga despreciables».

A partir de la creación del Tribunal del Proto-Medicator en 1477 por los Reyes Católicos es cuando se comenzará a exigir documentación acreditativa y legal a las personas que se encargaban de la salud pública. Esto se refería solo a los físicos, cirujanos, boticarios y barberos. Parteras, especieros y drogueros continuaron durante siglos sin control alguno siendo presos de persecuciones inquisitoriales y judiciales por su escasa formación y por rozar los limites de la brujería.

Las ordenanzas del Colegio de médicos y cirujanos acuerdan ya en 1663, que ninguna mujer de cualquier estado o condición pudiera acoger en su casa a preñada alguna sin estar examinada y aprobada por los distintos Colegios de Cirugía. Para ello debían asistir a algunas de las clases prácticas que con este fin algunos colegiales impartían para instruir a las parteras, junto a un intento de exigir un mínimo de requisitos para poder ejercer.

Ninguna mujer podía ejercer el arte de partear sin haber sido antes empañadora y pudiera demostrar el haber acompañado a otra comadre con experiencia. Se estimaba que debían tener más de treinta y cinco años, manos delgadas con dedos largos, tacto fino y delicado. Se les tomaba juramento de que guardaría secreto de sus labores para prevenir escándalos. Debían examinarse conforme a las disposiciones del Tribunal, tras el pago de treinta y ocho reales por la realización del ejercicio, y no pagando más por ello aunque tuviese que repetirlo. Recibiría una cartilla con los resultados obtenidos. Debían ser cristianas viejas, sin mezclas de judíos, ni moros, para ello tenían que asegurar su limpieza de sangre aportando nombre y apellidos de padres y abuelos. Todo esto atestiguado ante la justicia ordinaria y ante el procurador síndico general. Habían de presentar fe de bautismo. Información justificativa de haber practicado dos años, siendo testigo la comadrona a la que había ayudado. Además de certificado de vida y costumbres dado por el cura párroco. Todos estos documentos pasaban al menos por tres escribanos. Una vez aprobadas, hacían juramento para defender la pureza de María Santísima en su Concepción.

El arte de partear

El doctor D. Antonio Medina, ya en 1752, examinador del protomedicato y médico de los Reales Hospitales, compuso una cartilla sobre el arte de partear, que sirviera como prueba examinadora a parteras, comadronas y comadrones, con la salvedad de que para estos últimos necesitaban ser cirujano para poder ejercer en los partos. Estos condicionantes expuestos con anterioridad, se llevarán a la práctica en las ciudades más importantes del reino, mientras en los pueblos y ciudades pequeñas el parir era algo puntual y momentáneo llevado a cabo por mujeres cercanas que lo habían hecho siempre. Y en muchos casos con comportamientos y actuaciones que no coincidían con las publicaciones que realizaban doctores y profesionales de la cirugía.

«Cuando la criatura se presentaba de forma transversal, ponían a la mujer sucesivamente en varias situaciones y las sacudían asidas por las extremidades. Cuando la criatura no salía, se rompía la cabeza y con los dedos metidos en la boca se tiraba hacía fuera con fuerza. Cuando las membranas tardaban en romperse, se mandaba romper con las uñas para agrandar la abertura. Si se producía una hemorragia se colocaba un tapón blando mojado en vinagre y en la vagina un pesario de lana blanca empapado en zumo de acacia y opio acerado en vinagre». (D. Juan de Navas: Del Arte de partear, 1795).

Ante los efectos nocivos de muchos de estos remedios, las instrucciones a las que hace referencia las ordenanzas y que comienzan a exigirse en abril de 1789, hablan claramente del conocimiento de ciertos elementos básicos como serían las partes duras y blandas del sexo femenino, de las partes del feto, de las condiciones del parto, de cómo acoger al nacido, de las amas de cría y de dar el Bautismo en caso de necesidad. La mayoría de los partos a principios del siglo XIX, se producían en las casas, sólo aquellas doncellas abandonadas, se veían en la necesidad de acogerse a algún establecimiento de beneficencia: «Las parturientas solteras que no serian recibidas en casas de vecinos honrados, necesitan ocultar sus vergüenzas en las de maternidad para evitar infanticidios»

En Cádiz, el Hospital de Mujeres, intentó palias las enormes necesidades de una ciudad con una gran afluencia de población procedente de distintos países y puertos y de mujeres que, enfermas y embarazadas, no contaban con ninguna ayuda para subsistir. Fue fundado en el año 1634 el antiguo establecimiento a partir de un legado que dejo Juan de Just, encomendándole al capitán Manuel Hiberry su construcción. Primero se instaló en la calle de la Carne, esquina a a la del Corral de las Comedias, llamado Hospital de Nuestra Señora del Carmen en 1650.

Sin embargo, el aumento de la población y las necesidades que planteaba un nuevo establecimiento hizo que la señora Marquesa de Campo Alegre, que ya llevaba desde unos años atrás la dirección del mismo, buscará un nueva ubicación donde poder ampliar las estancias y el número de camas, estableciéndose desde entonces en la llamada calle del Hospital de mujeres a partir de 1736, construido por Pedro Luis Gutiérrez de san Martin.

Estaba dividido en cuatro salas, distribuidas dos para enfermedades comunes, una para incurables y otra para cirugía. Había un departamento para paridas y del total de 122 camas con las que contaba en 1808, veinte eran dedicadas a enfermedades venéreas. Diversos fueron las formas en las que se colocaron a la mujer en el momento del parto. Algunas comadronas situaban a la que iba a parir, acostada sobre un lado a la orilla de la cama, con las rodillas dobladas y apartadas por medio de una almohada. Pero si era un doctor cirujano el que lo hacía, en ocasiones colocaba a la mujer sobre una camilla estrecha y firme, sobre su espalda sostenida y la cabeza levantada. Los muslos y las piernas en flexión, mientras que para hacer fuerza apoyaban los pies en dos sillas o taburetes para que las nalgas quedaran al borde de la camilla. En ciudades como Cádiz, donde el real Colegio de Cirugía recibía de forma constante visitas de doctores laureados de otras universidades europeas, se probaron otras formas y técnicas para favorecer el parto. Es el caso de la Silla de Stain procedente de Alemania. Ésta dejaba un hueco al ano y la vulva para que la orina, aguas, sangre y excrementos cayeran a una vasija que se colocaba debajo de la misma. La mujer firme, el coxis, el sacro, la espalda y la cabeza en posición vertical, se sujetaba con fuerza a la silla.

En una silla

Cuando faltaba la silla, podía suplirse con un sillón de brazos fuertes en donde una persona robusta sostenía sobre sus muslos a la mujer, apoyando la espalda de la misma sobre unos almohadones que la separaban del sujeto. Pero las comadres y parteras que andaban por nuestra ciudad, acometían la responsabilidad de su trabajo como lo aprendieron de sus mayores y ejecutaban el parto al modo más tradicional. Se situaban delante de la parturienta. Con los brazos desnudos se ponían delante de sus piernas abiertas, con un lienzo blanco a modo de delantal. Por instrumental y auxilio, un pequeño paño de lino fino para recoger al nacido, una toalla para enjuagar las manos, tijeras y tozalitos para cortar y anudar el cordón, mucílago o manteca para untarse las manos y lubricar. Y agua bendecida para bautizar al niño si hubiera necesidad. «El modo de atender a la criatura dependerá de estado de la madre».

Una vez nacida la criatura con las técnicas apropiadas y según la necesidad del caso y expulsada la placenta, se actuaba del siguiente modo: se le mandaba juntar las piernas poniéndosele un trapo mojado de cocimiento emoliente sobre la vulva, si estaba dolorida o irritada, y de vino si lo que estaba es sensible pero sin heridas. Se le hacía unas comprensiones sobre el vientre para que expulsara los lochios (coágulos). Se preparaba una cama con toda la ropa limpia y menos fría que el cuerpo de la mujer. Se ventilaba el cuarto sacando todos los residuos del alumbramiento. No se aconsejaba que se durmieran para poder estar vigilante a si apreciaban paños en la cara o pulso acelerado que hiciera sospechar de una hemorragia. Se les vendaba el vientre a modo de faja para que el útero se replegara.

En Cádiz y otros pueblos de Andalucía se les daba un vaso de vino o un preparado de yema de huevo, vino y azúcar, para que repusiese sus fuerzas. Se acostumbraba también a dar torrijas hasta que el consumo de las mismas demostró que empeoraba el estomago a las recién paridas. A las mujeres endebles se les daba caldos hasta que se le pasaran las calenturas de la leche, hecho con gallinas jóvenes y sanas y colando la grasa del caldo a través de un lienzo tupido. La bebida que se les daba era el agua común con un trozo de pan tostado metido en la misma o un cocimiento de cebada, avena o raíz de escorzonera. Para la subida de la leche y las calenturas se les preparaba una infusión de amapolas encarnadas o de flor de saúco. A las que no querían criar se les daba unas sales de base alcalina. Los pechos se tapaban suspendidos sin que se les comprimiera, ni se tocaban con manos frías, para que no se retirara la leche. Si el pezón supuraba se colocaban paños calientes y cataplasmas.

Se colocaba al recién nacido en su falda, la cabeza sobre un muslo y las corvas sobre el otro. Luego se lavaba para quitarle el sebillo, si este era muy espeso y abundante, aconsejaban quitarlo con agua tibia y una espátula de madera. Este sebo era utilizado para quitar las marcas de cicatrices y viruelas sobre todo de la cara. «Se terminaba de lavar con aceite de almendras dulces y con agua tibia o vino aguado. Se le desahogaba del meconio, introduciendo el dedo impregnado de aceite por el ano y se recogía en un lienzo. El cordón se envolvía en un lienzo untado de pomada y se le colocaba un cabezalito suave sujeto todo por una fajita fina de media vara de largo». A continuación se le vestía con la camisa doblándole la trasera y la delantera. Se ponía por pañal un lienzo limpio y blanco, y la mantilla que no debía de sobresalir más que un palmo de los pies. Se envolvían en unos paños, hasta tres desde las axilas y se sujetaban por una faja, quedando los brazos metidos en unas manguitas sueltas atadas por la espalda. Pero si los recién nacidos presentaban algún problema, las parteras contaban con mecanismos y maniobras dignas de resaltar. «El meter a los niños recién nacidos en agua fría, los hacía fuertes y resistentes al frío».

Este procedimiento por medio del aire o del agua hasta cinco o seis grados menos que la temperatura normal, lo ponían en práctica con lo nacidos flojos y que no lloraban ni mantenían la cabeza. Del mismo modo introducían un dedo en la boca al nacido para que intentase chupar, aunque por poco tiempo para no debilitarlo. «Aunque el recién nacido no dé señales manifiestas de vida se ha de procurar animarle, mientras no salga lleno de manchas gangrenosas, se le separe la piel del cuerpo o tenga la cabeza dislocada».

Entonces si esto ocurre, se les hacía los ejercicios estimulantes que consistían en buscar el frío fuera del cuarto de la madre, frotar la espina dorsal con un lienzo mojado en licor caliente, como aguardiente, agua de Toronjil o álcali volátil rebajada en agua. Se le estimulaba la nariz con una pluma y se exhalaba humo de tabaco. Se limpiaba la boca con un trapo de algodón frotando las encías con un grano de sal. Se les rascaba las plantas de los pies, frotando las sienes y la nuca con el mismo licor caliente. Se procuraba que sin ligar, el cordón expulsara sangre por el mismo. Incluso cuando nada de esto parecía surtir efecto, se les debía dejar durante veinticuatro horas envueltos en paños con vino con la cabeza levantada y descubierta por si volviera en sí. Si lo que nace es sofocado por el cordón se le sangraba en un brazo. Y si presentaba tumores o bultos en la cabeza por el esfuerzo, se les ponía agua fría y un cocimiento de flor de saúco.

El cordón solía caerse a los cuatro o cinco días y cuando esto ocurría se les cubría con un cabezalito mojado en vino. Si crecía carne se les ponía polvos rosa de mercurio dulce o alumbre quemado. A continuación la faja para que no se quebrase. «Es un gran consuelo tener la madre leche con que alimentar a su hijo cuando faltan las amas».

En el siglo XIX el oficio de ama de leche pasó de ser una necesidad a ser un lujo. Mujeres de poblaciones rurales marchaban a las ciudades para amamantar a los hijos de la cada vez más abundante burguesía que no podía o no querían criar a sus hijos o que las utilizaba como modo de prestigio social. Mujeres de campo cargadas de atributos tópicos como la robustez y la salud, se ganaban la vida al mismo tiempo que daban de mamar a sus propios hijos.

Se ofrece ama

En la prensa de principios del XIX se recogen con asiduidad, anuncios y solicitudes del servicio de estas amas, que provenientes en su mayoría de los pueblos del interior o bien, como ocurría en Cádiz, de países de ultramar. Aparecen peticiones de todas las edades, colores y origen siendo colocadas en las casas más adineradas de la ciudad gaditana. Desde un punto de vista médico, sólo se estimaban motivos suficientes para no dar de mamar, la falta de leche, de salud y de pezón. Defendiéndose en todos los escritos médicos ya desde el siglo XVIII el amamantamiento de los niños como el mejor modo de alimentación. Para acertar con la elección del ama era necesario comprobar la cantidad y la calidad de la leche. Para ello «se la ordeñaba cada seis horas para ver cuanta leche había juntado». Aunque a veces, como ocurría en Cádiz, por la procedencia de las mismas -algunas llegadas de largos viajes por el mar-, sufrían interrupciones en la segregación. De todas formas, para que hubiese más seguridad en la nodriza, se prefería que fuera joven, de dieciocho a veintiséis años, que hubiese criado a otros niños. Robustez, un tamaño de pezón adecuado a la boca del recién nacido, genio vivo, que no tuviera el sueño pesado y sobre todo que en los informes aportados por curas de sus pueblos o países de origen aportasen pruebas de no padecer enfermedades hereditarias o contagiosas. Para ello, hacían una revisión completa a la nodriza observando si tenía cicatrices o signos de viruelas, le faltaban dientes o cicatrices en el cuello o inglés signos de enfermedades venéreas que eran muy nocivas para los niños. La sarna corrió entre las familias gaditanas contagiadas en su mayoría por las amas de cría, imposibles de sustituir ya que el niño ya estaba contagiado. Esta junto a las fiebres tifoideas provenían de las regiones caribeñas y se instalaron en muchas ciudades costeras y con un comercio activo con América. Entraban en la casa cuando estuvieran para parir, siempre unas semanas antes que la señora y se conservaban los servicios de al menos dos o tres de ellas para que nunca faltase leche. «Debía ser dulce moderadamente, sin olor y de color perlado. Para ver esto, se hacía ordeñar un poco sobre una cuchara de plata, si tenía el sabor muy dulce, agrio, salado o es de color muy blanca o azulada, no valía».

Para ver su espesor se le echaba un poco de vinagre, si esta cuajaba es que era muy espesa. En ese caso, se le daba a la nodriza alimentos no muy nutritivos, verduras cocidas y pescado blanco además de bastante agua. Pero si por el contrario era muy clara, se las alimentaba con buenos caldos de pasta, gelatinas y yemas de huevo. Además bebían vino ni agrio ni espirituoso. La leche buena debía esparcirse en el agua formando una nube blanquecina.

Estas amas de cría entrarían crisis a finales del XIX por la pasteurización de la leche que permitía dar a los niños leche de animales y por la invención de la tetina de caucho vulcanizado en 1845. En las colonias americanas las amas de crías eran negras e indias A principio del XIX, en España el número de amas de cría de color era inexistente. Los estratos más altos de la sociedad las preferían blancas y estaba altamente consideradas las que procedían de Cantabria, las llamadas nodrizas pasiegas.