Cultura

A solas con Costus

La familia de Enrique Naya guarda como un tesoro algunos objetos, cuadros y dibujos del creador gaditano que nunca han sido expuestos y que conservan la magia que le convirtió en icono del arte

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Suena el teléfono en el hospital de Sitges (Barcelona): «¿Enrique que vas a hacer hoy? Aquí ando, delante del lienzo, a ver si me sale algo. ¿Sabes? Ya nada más que hago mamarrachos, no puedo dominar mi mano. Bati...yo no podría vivir sin pintar...» A Beatriz Naya se le quiebra la voz y se le llenan los ojos de emoción cuando recuerda aquella conferencia que mantuvo con su hermano pocos días antes de que éste muriera.

Enrique había exprimido la vida como su pincelada: intensa y delicada, y había aprovechado al máximo cada momento junto a los suyos: al lado de Juan Carrero, su mitad, con quien pasó a la eternidad como Costus, cerca de su familia, de la que jamás se alejó aunque estuviera a cientos de kilómetros de la céntrica e histórica calle Santa Inés. Y siempre, rodeado de amigos, nombres hechos sin número de serie bajo la solapa que marcaron un estilo, un momento: la movida madrileña. De cada uno de ellos había aprendido algo y a todos -sin excepción- les regaló un trozo de él mismo y también de su obra.

«Era muy generoso. Lo daba todo. Si ibas a verle a su casa y le decías que te gustaba algún dibujo te decía llévatelo, para eso está». Y así, poco a poco, amigos y familiares de Enrique Naya fueron reuniendo «una colección privada» que guardan con el recuerdo cariñoso y nostálgico de un ser querido que un día se marchó.

Recuerdo en las paredes

«Éstos me los regaló para mí, para que los pusiera en casa y venderlos a una galería sería como desprenderme de algo suyo». Beatriz habla cómoda y con naturalidad rodeada de costus. «Yo no los miro como obras de arte sino como algo que es parte de mi hermano», comenta en uno de los domicilios familiares donde guardan algunas de estas joyas que jamás han sido expuestas.

Toda la casa lleva la firma de Enrique. Y es que en los dormitorios, en el comedor o en el pasillo se asoma al presente en forma de foto, cuadro o dibujo la memoria del artista gaditano. No se recorren más de dos metros sin que te sorprenda alguna de sus ocurrencias. «¿Mira! -señala Bati- hay de casi todas sus épocas».

Como los dos lienzos que cuelgan de la pared del salón, dos plumillas que Enrique Naya dibujó a principio de los años 70 cuando estudiaba en la Escuela de Artes y Oficios de Cádiz. Enmarcados, la torre Tavira y una vista inusual de San Antonio evocan para Beatriz aquellos días en los que los cuatro hermanos hacían de las suyas en la casa de Santa Inés. «Me acuerdo que mi madre se enfadaba con él cuando lo descubría pintando en el listín de teléfonos. O en los libros del colegio...¿Yo los heredaba pintados enteros!». Una mueca de nostalgia se cuela en la conversación y continúa: «Allí en la Escuela fue cuando conoció a Juan», Juan Carrero, la otra mitad de Costus, con quien vivió catorce años de amor y trabajo. «Eran muy diferentes: Juan era más metódico y más productivo artísticamente y Enrique podía ponerse a dibujar en cualquier lado: en un folio, en una caja de cerillas o, ¿anda!, en su estuche de plumillas». Bati interrumpe de repente su relato y se dirige rápidamente a uno de los dormitorios. Entonces, del cajón de la mesilla saca otro tesoro: el plumier que utilizaba su hermano, una cajita de madera cuya tapa está llena de frases y dibujos espontáneos llenos de humor. «Estaba todo el día inventando...»

El recorrido por la casa no deja de deparar sorpresas. El recibidor se convierte en un rincón de exposición, en un mostrador de sensaciones. «Firmaba Enrique Costus, E. Costus, o Naya según la época», sigue explicando como una cuidadosa guía Bati. En la pared, dos grandes cuadros de El baño de la sultana presiden la escena. Se trata de dos acrílicos de 1987 en tonos pastel -Atrapada y La Sacudida- donde el autor retrata en la playa a Juan junto a la perra Lala, protagonista en muchos de los dibujos de Costus.

Último viaje a La Caleta

Escoltando los lienzos, otras pinturas de rincones gaditanos de sus principios. Y en la esquina, dos retratos muy coloristas de Tula y Zorba, una afgana y una bóxer que también tuvo la pareja. En el salón sigue la visita. Un pequeño retrato de Juan Pardo (El conde Pardo, 1983), de la colección Saga vampírica. Y al lado: El Egipcio, «un cuadro que no pudo terminar. Fíjate como el trazo de la mitad del retrato no tiene nada que ver con la otra parte ya no podía más». Y desvela: «Ese fue el lienzo que me traje yo en el avión de Barcelona a Cádiz en mi falda junto a sus cenizas». Era la mejor forma de cumplir el deseo de su hermano de quedarse para siempre en La Caleta.

Pasado el recibidor, en el pasillo, Beatriz encara de nuevo sus recuerdos: un lienzo de la serie Arquitecturas Nacionales (78) donde interpretó con estilo pop la cultura de las grandes folclóricas, otra serie (Caras de colores) de la última época donde Naya se volvió algo menos detallista en el dibujo, y, uno «muy especial» para la familia: un autorretrato imaginario que pintó también en 1989 con unas curiosas influencias cubistas que no había desvelado hasta entonces.

«Cuando miro todo esto me doy cuenta de que falta», se detiene Bati. «No sé creo que no he asimilado su pérdida. Para mí es como si mañana fuera a venir de Madrid». Y continúa con el paseo por su memoria: «Esa es la última foto que se hizo. ¿Si ahora supiera lo que se paga por sus cuadros? No sé siempre buscó el triunfo pero me queda la duda de saber si lo hubiera querido de verdad».

El 4 de mayo de 1989 Enrique Naya fallecía en Badalona a causa del sida. Justo un mes después, en la madrugada del 4 de junio, Juan Carrero decidió marcharse con él. Ese día moría Costus y nacía el mito.

malmagro@lavozdigital.es