TRIBUNA

Una luz sobre la carne nacarada

Cuando, por fin, después de tantos años, la Venus desnuda de Velázquez, se decidió a volver a Madrid, acompañada sólo de su angelote, y sin más equipaje que el espejo y el recio paño de espesa seda pintados por el genio sevillano, el Prado tuvo a bien el alojarla en una estupenda pieza alumbrada con magnífica LUZ de lo alto. Inocencio X se había negado a venir porque, dijo que nunca había salido, ni quería ya salir de su luminosa Roma. Y porque de tanto fruncir el ceño, y más tras las irrespetuosas manipulaciones de un tal Bacon, se sentía ya al final de sus días. Y sobre todo, porque no estaba dispuesto a compartir cabecera de cartel con nuestra para él impúdica, virginal belleza.

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Las recepciones públicas en el Prado, debían comenzar aquel 24 de enero de 1990 a las 9 en punto de una mañana radiante y nada fría. Nuestro arquitecto había cambiado numerosas veces su plan de ataque, y desayunaba aquel día, como siempre, a las 8 y media al son de la radio. En las ondas, la intrépida periodista interrogaba a las pocas personas que en aquel momento formaban parte de una todavía exigua cola, que luego no dejaría de crecer en serpenteantes multitudes que llegarían al infinito en el eco de las crónicas. Haciéndose raudo con la situación, mientras que la periodista repetía insistentemente el exiguo número de personas que formaban aquella cola, nuestro arquitecto soñador, ni corto ni perezoso, abandonó leches y cafés, bollerías y tulipanes del desayuno, para lanzarse a la calle, porque vivía muy cerca de la magna pinacoteca.

Llegó, vio y venció. A las 9 y cinco no había nadie frente al Museo. La corta cola había desaparecido tras las enormes puertas principales. Entró entonces despacito, subiendo la familiar escalera hasta la gran sala y ya de lejos, reconoció la imponente carne nacarada. La luz clara de la mañana madrileña era, lógicamente, la misma fuera y dentro del cuadro. Tan clara era aquella luz, que la Venus se había despertado, al reflejarse en su cara, a través del espejo, el sol que venía de lo alto. Ella procuró no moverse y disimular, pues si no, menuda se habría armado. Y es que la memoria no es sólo patrimonio de los mortales. La inmortal Venus, al mágico influjo de aquella luz matutina de los eneros primaverales de Madrid, había reconocido el aire de su lugar de nacimiento. (Jonathan Brown, el más sagaz de los investigadores que sobre Velázquez han sido, acertó situando en Madrid la concepción de esta prodigiosa tela que otros, ignorantes, decían pintada en Italia). Y en las mejillas de la bellísima deidad, se intensificó más aún si cabe, el rojo colorete con el que el pintor tan generosamente la había dotado.

El arquitecto, nervioso y emocionado, se acercó parsimonioso, pasito a pasito hasta plantarse, transpasándolo, ante aquel soñado sueño. y mantuvo un inenarrable diálogo con aquella espléndida diosa en carne inmortal. Comenzó expresando su rebosante felicidad, y continuó su parlamento con frases que no pueden ser repetidas aquí. La Venus, a través del espejo, como lo hacen los taxistas de Madrid, respondía con su límpida mirada a nuestro arquitecto, y se ruborizaba todavía más. Como ya la multitud empezaba a rodearles, la diosa, antes de retornar a su canónica postura, volvió un instante su cabeza para mirar de frente con intensa fugacidad eterna a quien tanto la quería. En el aire quedó una cita en Londres, que este arquitecto cumplió el pasado diciembre. (De esta emocionada cita, fue testigo real pero inconsciente Sáenz de Oíza, el más volcánico de los maestros arquitectos españoles contemporáneos).

Para rematar la faena, antes de salir del Prado, pensó nuestro arquitecto en que debía mandarle a su diosa unas fragantes rosas blancas. Como Manuela Mena, la subdirectora del Museo, pululaba orgullosa por allí, fue a pedirle permiso. En mala hora. Ella, asombrada de tan inusitada petición, dudó en decidir y decidió que debía consultarlo. Y la consulta, como era de esperar, se transformó en firme prohibición. ¿Se imaginan ustedes el maravilloso espectáculo que hubiera supuesto el que, como si de una Virgen se tratara, nuestra diosa clásica hubiera sido todos los días de aquella irrepetible exposición inundada de flores? A mí aún me gusta imaginarme la ya imposible alucinante escena.

P. D.

Esta historia es real en todos sus términos y personajes. El 13 de diciembre de 1991, viernes, en el suelo limpísimo de la sala número 29 de la National Gallery de un Londres extrañamente soleado, apareció bajo la Venus del Espejo de Velázquez, una esplendorosa rosa blanca en sazón que nadie, sólo ella vio. (El sabio maestro apuntó al joven arquitecto algo acerca de la intensa fragancia que inundaba aquella estancia).

Alberto CAMPO BAEZA

(el arquitecto que le llevaba rosas a la Venus del Espejo de Velázquez)

P. D. II

He estado hoy 20 de noviembre de 2007 en el Museo del Prado, porque la Venus de Velázquez ha vuelto a casa. He entrado a las 18,00 en punto por la Puerta de Velázquez, como no podía ser menos, y he podido «estar a solas» con la Venus un ratito. Enseguida ha empezado a llegar mucha gente. Pero en ese corto tiempo nos hemos vuelto a decir todo.

La han encerrado con un vidrio de seguridad inadecuado que le resta parte de su frescura original.

La han iluminado muy desafortunadamente con una molesta luz que da muchos reflejos.

La han acompañado incomprensiblemente de otra Venus esteatopígica (¿gorda!) de Tiziano, que no le llega ni a los tobillos. ¿Como si pudieran compararse!

Pero a pesar de todo, la Venus ha vuelto a Madrid. Tanto le había insistido ella al director de la Nacional Gallery que, finalmente, aceptó y la dejó volver a Madrid. Porque a pesar de Tiziano y del vidrio y de la iluminación, la Venus está feliz y, aunque nadie lo vea, sonríe. Por lo menos a mí me sonrió.