Sal de la histórica salina de San Vicente, en San Fernando
Sal de la histórica salina de San Vicente, en San Fernando - a. vázquez
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El resurgir de las salinas tradicionales de la Bahía de Cádiz

De los 150 negocios dedicados a la sal en las marismas gaditanas quedan unos diez activos, que han aprendido que para sobrevivir hay que arriesgar mucho y reinventarse

maría almagro
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Abundante agua salada, muchas horas de sol y fuerte viento de levante o poniente son los ingredientes necesarios para la obtención de la sal marina virgen atlántica. Trabajo, tesón y mucha dedicación son los de la supervivencia. Los de aguantar las embestidas vengan de donde vengan.

De eso sabe mucho Manuel Ruiz Coto, 77 años y toda una vida entregada a la salina. Desde que nació, prácticamente. Cuando su padre era capataz de hasta veinte de estas explotaciones y él y su hermano, bien pequeños, le echaban una mano. Ahí empezó todo. Ahora, ya jubilado, desde la orilla de las salinas isleñas de San Vicente mira las marismas con orgullo, el que da los años de duro sacrificio. «Esto ha sido mi forma de vida.

Menos mal que mis hijos han apostado fuerte. Si no... desaparecería».

Montaña de sal en la salina de San Vicente
Montaña de sal en la salina de San Vicente

Desde que el marqués de Recaño compró al Estado en la desamortización la explotación por 62.000 pesetas de la época y, posteriormente, la administrara el bisabuelo de Manuel, la familia Ruiz Román ha mantenido vivo el negocio. Y no ha sido nada fácil. De las 150 salinas que había en la provincia en la época de esplendor del sector, sólo quedan unas diez de las llamadas tradicionales, y menos aún, de las que se dedican estrictamente de forma artesanal al cultivo de este oro blanco.

«Esto es como el campo. En la época buena (el verano)... cuando todo el mundo está en la playa, aquí hay hombres trabajando a 50 grados, ¿sabes?». «Es muy duro». «Y son 24 horas pendientes», cuenta Luti Ruiz, hija de Manuel y administradora y relaciones públicas en San Vicente. «Esta es nuestra casa. Todos nos hemos criado aquí». Ella, y sus hermanos, entre ellos, Manuel y Regla, ésta última chef del restaurante, son tres de los 'culpables' del resurgir del negocio familiar.

Manuel Ruiz, junto a su hija Luti en la salina de San Vicente.
Manuel Ruiz, junto a su hija Luti en la salina de San Vicente.

Es la cuarta generación que ha tomado la sal como forma de vida y como pasión. Fueron de los pioneros en reinventar el negocio. Creyeron en lo suyo, en lo que tenían para sacarle el máximo provecho posible. «No ha sido nada fácil». Los adelantos tecnológicos como la llegada del frigorífico en los años 20 que dejó la función conservadora de los alimentos de la sal a un lado, el poder de las salinas industriales, o la competencia en el sector han hecho que el camino se hiciera muchas veces cuesta arriba. A pesar de ello, ahí están. Desde 1875, en el mismo lugar, «donde muere el mar y nace la sal».

Valor añadido

Antonio Gómez, director del Parque Natural de la Bahía de Cádiz, donde se asientan estas empresas, es perfecto conocedor del medio. «Hay siempre que diferenciar entre las mecanizadas y las tradicionales», matiza. «De estas últimas, quedarán unas diez». Entre ellas, la salina Bartivás de Chiclana, otra de las más señeras de la zona que se dedica a la actividad desde 1903, El Águila o La Esperanza en Puerto Real y El Estanquillo en San Fernando. Y otras de funcionamiento mixto como Los Hermanos o Sepina, también en Chiclana.

«La sal ha sido algo muy valioso durante muchos siglos». Ya los romanos la usaban como moneda de pago (de ahí la palabra salario) y, para el control fiscal del Estado, todavía en la actualidad, se coloca de modo piramidal conformando montañas para contabilizar de forma exacta su peso. Aunque también esta técnica geométrica sirve para proteger el mineral de la propia humedad o del sol.

En San Vicente comenzaron a diversificar el negocio hace unos quince años. «Estaba claro. No podíamos competir con las industriales». Era entonces el momento de sacarle provecho económico a los despesques, una técnica tradicional de pesca única en Europa que comienza vaciando el estero de agua poco a poco aprovechando las mareas bajas y agrupando a los peces para capturarlos. Y así, del agua a la cesta y, de ahí, al plato directamente.

«Comenzamos haciendo favores. Gente que venía a ver cómo era esta técnica en el invierno cuando el agua no era necesaria para la cristalización de la sal y los hacíamos», relata Luti Ruiz. «Luego nos pedían comerlo y comenzamos a ampliar». El turismo ecológico o ecoturismo comenzaba a rodar.

De ahí que hicieran una piscina natural para poder sacarle provecho al pescado de estero todo el año. Y de ahí también que Regla, cocinera e inquieta, no parara de darle vueltas y vueltas a recetas que aprovecharan al cien por cien los recursos que le brindaba su casa. En 2012 inauguraron el restaurante «por petición popular». Abre a grupos organizados todos los días, los sábados para bodas y eventos, y los domingos y festivos de noviembre a primavera para el público en general.

Estero, salicornias y sal de colores

En dicho menú, que abarca guisos, carnes y pescados de esteros (como lubinas y doradas), también hay otros productos sorprendentes como la salicornia, también llamado espárrago de mar, y que crece en los márgenes de las marismas con gran valor nutricional. Y, para acompañar no podían faltar las diferentes sales vírgenes que elaboran también las salinas tradicionales como las ahumadas, a la mostaza, al oloroso, al vino tinto, de frutos secos que sirven para aderezar y dar sabor a los platos.

Pero, al margen del aspecto más culinario, como explica Antonio Gómez, en la revitalización de esta industria también tuvo mucho que ver la obtención en 2011 de la denominación de producto alimenticio de calidad de la sal (el único mineral comestible que existe). Con todos los certificados de calidad y salubridad y reconocida también la denominación de origen, el interés por su cultivo y exclusividad comenzó a ser mucho mayor. «Ha sido necesaria esta reconversión».

Dicha evolución ha ido a la par de la utilidad que ven cada vez ven más en el sector científicos, biólogos, empresarios, agencias turísticas, hosteleros, cocineros, una amalgama de sectores a una, interesados en que este tipo de empresas resurjan con un atractivo principal e indivisible:ser ellos mismos. «Ha vuelto lo artesano».

Además de todos estos condicionantes, en este proceso también ha tenido mucho que ver un producto estrella: la flor de sal, una especialidad llegada de Francia que se fue sumando a las variedades de la sal virgen, la que se cosecha del fondo de los tajos.

Variedad de sales vírgenes y flor de sal que distribuye las salinas de San Vicente
Variedad de sales vírgenes y flor de sal que distribuye las salinas de San Vicente

La flor de sal es la más apreciada. Se produce en algunos días de verano, cuando la gran diferencia de temperatura de la salmuera crea unas láminas de cristales que flotan y se recogen de forma manual al amanecer, antes de que el viento las hunda. Más suave y sana que la normal, ha tomado mucho peso en la alta cocina porque se diluye en la boca por lo que es más delicada. Tanta es su fama que el kilo ronda los 20 euros. Los pedidos llegan desde Estados Unidos, Alemania, Rusia o Japón, entre otros países. Para hacerse una idea: los norteamericanos por ejemplo pueden llegar a pedir entre 8 y 9 toneladas al año.

Ecoturismo, cocina, salud, las salinas se reinventan. Todo para seguir existiendo. Para seguir en la eterna lucha de oficios que un día dieron mucha riqueza a la Bahía de Cádiz.

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