Rafael Aguilar - El Norte del Sur

La soledad del nadador de fondo

Rafa Muñoz perdió la cabeza cuando el agasajo levantó un muro de incomprensión entre su vida interior y la de afuera

Rafael Aguilar
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No. Rafa Muñoz no se vino abajo cuando le llegó la temprana y traumática hora de la jubilación como deportista de élite ni cuando constató que su cuerpo, que sus brazos y que sus piernas no respondían con la ambiciosa fuerza juvenil para horadar el agua con el brío de los mejores tiempos. No. Él no miró el balcón diáfano de su casa, un quinto piso, como si fuera un trampolín liberador al tentador vacío cuando las medallas se le resistieron ni cuando el público dejó de aclamarlo ni de saludarlo por la calle ni cuando los periodistas almacenaron el número de su teléfono en el cajón de las viejas glorias: ciento veintitrés llamadas perdidas asegura que tenía en el móvil cuando sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor.

No: el nadador perdió la cabeza cuando las mieles del triunfo le nublaron el entendimiento, la razón, el juicio, cuando los abrazos, las felicitaciones y el agasajo levantaron entre su vida interior y la de afuera una barrera infranqueable de incomprensión, de soledad y de tristeza. «Todo me desbordó. No ves la solución y no sabes cómo afrontarlo. Es un agobio continuo y desagradable», ha declarado el vigente titular del récord del mundo de cincuenta metros mariposa en una entrevista publicada por este periódico.

Estaba en lo más alto, mucho más arriba de lo quizás nunca soñó, en las portadas de los periódicos, había ingresado por méritos propios en el Olimpo, su nombre refulgía como lo hacen los de unos pocos elegidos, los jóvenes se miraban en él, en su ejemplo de sacrificio y de tenacidad cada vez que se ajustaban el bañador y se cuadraban al borde de la piscina, y fue entonces, solo entonces, cuando él dijo basta, cuando tiró la toalla, cuando buscó en el fondo de una botella la paz y el sosiego que incomprensiblemente le estaban negando el podio, el metal y el laurel.

Muñoz emprendió la huida hacia ninguna parte justo en el momento en el que lo tenía todo. Apenas había puesto en pie en los veinte años y ya había alcanzado más gloria, mucha más, de la que cualquiera espera acariciar a lo largo de toda su vida. Ahora, a los veintiocho, ha sacado fuerzas de no se sabe dónde para contar lo que le pasó y de dejar testimonio del calvario por el que él transitó y que estuvo cerca de acabar con él mientras el resto de los mortales pensaba que se paseaba por un camino de rosas. Nadie sabe qué hay en la cabeza de quien tiene al lado, qué le atormenta. Detrás de un campeón hay una persona que quizás está perdida y se siente sola y desvalida. Asombra la entereza del ángel caído, el arrojo de contarlo, la valentía de poner al descubierto el pozo de desolación que habita, agazapado, en el interior del éxito y del reconocimiento público.

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