Los historiadores Adelina Sarrión, Alvaro Castro y Emilio Navarro
Los historiadores Adelina Sarrión, Alvaro Castro y Emilio Navarro - J. J. S.
Cultura

Las prácticas del Santo Oficio en Palma

Un libro desvela diez casos de la Inquisición palmeña que «sólo buscaba salvar el alma» de los condenados

Palma del Río Actualizado: Guardar
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Ayer se presentó en Palma del Río el libro «La mala planta», que lleva por subtítulo «Diez casos de la historia de la Inquisición en Palma del Río (siglos XV-XIX)», y que es obra del doctor en Filosofía y experto en historia Álvaro Castro.

El libro recoge una concisa serie de diez casos relacionados con la actividad represiva del Santo Oficio en la localidad palmeña: desde conversos que practicaron en secreto las ceremonias judaicas y moriscos blasfemos descreídos del catolicismo, a frailes de los conventos de San Francisco y Santo Domingo que abusaron sexualmente de sus penitentes.

También se habla del semblante de destacados personajes de la historia espiritual del siglo XVI, tales como Bernabé de Palma, María de Cazalla o Juan de Cazalla.

La intención del libro es, según su editorial Coleopar Ceparia, aportar nuevas perspectivas sobre cómo eran las mentalidades, los modos de vida y las conductas de nuestros antepasados.

El autor explicó que existe una visión distorsionada de la Santa Inquisición, debido en primer lugar a la Leyenda Negra de España y, en segundo lugar, a la literatura (y ahí está «El péndulo de la muerte», de Edgar Allan Poe) y al cine, «pero no eran unos sádicos que ejecutaban toda serie de torturas a cual más rebuscada, en realidad, su objetivo primordial era salvar el alma del procesado». El procedimiento habitual era encerrar al acusado unos tres años y aplicarle tortura solamente al final del proceso para que confesase.

Doble tortura

Castro apunta que en verdad sólo había dos torturas habituales en este punto: el potro (un instrumento que estiraba los miembros de manera inhumana, dislocando las extremidades) y la toca o tormento del agua (que consiste en atar al prisionero a una escalera inclinada o a un bastidor, con la cabeza más baja que los pies, introducirle un paño, también llamado «toca», en la boca y a continuación y lentamente echarle con un cántaro agua que debía tragar).

El último paso era la hoguera, «siempre pensando en el bien del alma del prisionero», apuntaba la historiadora experta en Inquisición Adelina Sarrión, invitada a la presentación, «pero para la mentalidad de los inquisidores era solo un momento de sufrimiento para ganar la eternidad de la gloria en el cielo», afirmó.

Y a no pocos de los procesados que aparecen en el libro se les aplicó este procedimiento. Destacando el caso, señala Castro, de una mujer conocida como María Díaz «la cerera», quemada primero en efigie (cuando el Tribunal Inquisitorial no tenía acceso a una persona se quemaba una estatua suya en representación) y luego, cuando pudieron apresarla, en persona.

El libro también pone de manifiesto la evolución del Tribunal del Santo Oficio, que se centra especialmente en un primer momento en perseguir judíos o moriscos para luego vigilar la observancia de las «buenas costumbres», es decir, para castigar la blasfemia, la falta de respeto a la religión o la moral católica.

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