Morales en la cocina de Noor junto a su equipo
Morales en la cocina de Noor junto a su equipo - VALERIO MERINO
ESTRELLA MICHELÍN

Un paseo por Noor de la mano de Carlos Maribona, crítico gastronómico de ABC

«Paco Morales ha dado el salto definitivo en un trabajo que a la vez suma vanguardia y tradición»

Córdoba Actualizado: Guardar
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Qué pocos cocineros son capaces de crear una cocina. De hacer algo propio, muy personal, diferente a todo lo conocido. Tras muchos años demostrando que es un muy buen cocinero, Paco Morales ha dado el salto definitivo con un trabajo que es a la vez vanguardia y tradición. Tradición porque tras muchos meses de intenso trabajo junto a la historiadora Rosa Tovar, buceando en libros y manuscritos de la época, recuperando productos y recetas, ha traído hasta nuestros días la cocina andalusí, la que practicaban los árabes en el reino de Al Andalus entre los siglos VIII y XIV.

Más tradición no cabe. Y vanguardia porque a partir de esos recetarios ha sido capaz de crear platos modernísimos en su concepto y que abren nuevas vías.

En Noor (luz en árabe), Morales ha abierto su propio camino, un camino que sin duda le lleva directo hacia las estrellas. Detrás quedan su etapa brillante como jefe de cocina en Mugaritz, su fugaz paso por Madrid, sus años en el hotel Ferrero de Valencia donde logró una estrella. Eso ya es historia porque el cordobés está empezando a hacer la suya propia.

Estuve en Noor a principios de junio y he regresado este viernes para confirmar que la excelente impresión de aquella primera visita no fue un espejismo. Y no, no lo fue. Incluso los platos del menú, pulidos algunos pequeños defectos de las primeras semanas, son aún más redondos, más atractivos.

Mientras disfrutaba con el menú más largo, el llamado Al-Andalus (130 euros), iba anotando palabras en mi libreta. Delicadeza, estética, elegancia, técnica, versatilidad, sabor, riesgo, equilibrio, contrastes, ligereza, aromas… No necesariamente por ese orden, todas encajan y definen la cocina andalusí que Morales ha recuperado y en la que, como es lógico (al menos debiera serlo) no aparece ni un sólo ingrediente que existiera en la refinada cocina de los árabes en la Andalucía del siglo X.

No es fácil guisar sin ellos. Por eso el mérito de este cocinero cordobés es aún mayor. El tomate, la patata, el pimiento, se reemplazan por aguas de azahar o de rosas, naranja amarga, algarrobas… Platos en los que las especias juegan un papel fundamental. Sabores ácidos, dulces, salados y, sobre todo, amargos que son los que tienen una mayor presencia aunque siempre en perfecto equilibrio con el resto.

Vuelta a casa

Morales regresó a su Córdoba natal quince años después de salir de allí. Y para su proyecto no eligió el centro, las zonas turísticas de la ciudad. Se instaló en un barrio modesto, el de Cañero, donde estaba la casa de su familia. Ha sido, en cierta forma, una vuelta a los orígenes.

Por eso, en lo que es una barriada popular, sorprende, al traspasar la puerta, encontrar un espacio tan peculiar. Tras lavarse las manos con agua de rosas cruza la cortina que separa la oscura entrada del luminoso comedor. Apenas ocho mesas y al fondo la cocina abierta por completo. Se ha buscado hacer una interpretación contemporánea del palacio de Abderramán III.

Madera, cerámica y cuero como materiales predominantes, que eran los de aquella época. Incluso los uniformes de los camareros recrean los ropajes de entonces, y la música que suena es árabe. El comensal tiene la sensación de estar en un parque temático, algo que en este caso puede justificarse. Sorprende también el silencio absoluto de la cocina y de los numerosos cocineros que en ella trabajan (muy jóvenes, por cierto). Todo perfectamente sincronizado, con gestos y no palabras.

En los 22 platos del menú Al Andalus hubo bastantes coincidencias con el que tomé hace cuatro meses. Pero también novedades y retoques en varios de ellos. Tienen ahora menos presencia los lácteos, que en junio eran los grandes protagonistas, lo que no quiere decir que hayan desaparecido.

Y se mantienen los puntos amargos que le dan mucha personalidad a las elaboraciones. Por cierto, no sería mala idea que con el menú se diera un glosario para entender todos los términos en árabe que se utilizan, y que son muchos. Aunque respetaré algunos, voy a procurar dárselos ya traducidos.

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Empezamos con el agua de bienvenida, basada en los refrescos de los árabes del siglo X: vinagre, calabaza, canela y agua de rosas. Es nuestro primer encuentro con cuatro características que marcarán todo el menú: aromas, sabor, elegancia, delicadeza. Tras el agua se van sucediendo los aperitivos en pequeños bocados: un cortadito de foie andalusí, presentado en hojas de parra; mirkas (pequeñas salchichas) de perdiz en escabeche de rosas; berenjena abuñuelada con miel de caña; cuero de kharouf, que recrea una piel de cordero hecha a partir de un fondo de este animal, con cilantro y lima; y una endivia con naranja, agua de azahar y perejil. Todos están buenos, pero me quedo con la endivia, llena de matices.

Sigue la llamada «Puerta del Perdón», una masa casera de brick finísima y frita con almendras tiernas, flor de ajo y perejil. Un homenaje a la Mezquita de Córdoba, estéticamente precioso, pero complicado de comer porque se rompe con demasiada facilidad. Su sabor es muy sutil, en contraste con la intensidad de un boquerón con anchoas, alcaparras y cidra que se sirve simultáneamente.

Tras estas entradas llegan los panes, hechos en el restaurante, que también se inspiran en los de aquella época. Uno iraní y otro de trigo duro. Muy buenos. Y con los panes uno de los grandes platos del menú, para mí el mejor de todos. Ya lo fue en junio y sigue siéndolo ahora. Es el karim, una delicadísima crema de piñones cuya presentación ya es de por sí sobresaliente. La crema va con melón de otoño (en junio era de primavera, tanto monta), orégano fresco y erizo del Sahara cocido. No se asusten, este «erizo» es un cereal llamado «teff». Sutileza, contraste de texturas y de sabores en un plato verdaderamente magnífico. Es la imagen que encabeza esta entrada.

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En 22 pasos sólo tengo una pega importante. Es con la ostra al natural con un pesto de espinacas y nata de cabra. Morales emplea mucho los lácteos en su recreación andalusí, y suelen funcionar. Pero con la ostra, no. Hay que elogiar la capacidad del cocinero para asumir riesgos, pero esta combinación no me convence en absoluto. Sí lo hacen, por el contrario, las gambas blancas de Motril en una royal de asafétida, la resina de una planta que es condimento habitual en las cocinas árabes. Se adorna con aceite de calabaza.

Muy buena la menestra de verduras asadas que lleva una salsa de yema de huevo emulsionada con mantequilla de cabra ahumada y flor de hibisco, salsa que arropa perfectamente al conjunto. En la primera etapa utilizaba sólo acelgas, pero la variedad de verduras aporta mucha más complejidad al plato. Más flojo el perfecto-imperfecto de buey de mar. Una bola de pasta de sésamo rellena de carne del crustáceo sobra la que se vierte una salsa andalusí de comino. No está mal el juego, pero la bola es demasiado gruesa y resulta muy pesada al comerla.

Un solo pescado. Lubina semi-cruda con alcuzcuz especiado y fondo de gallina. Un mar y montaña en el que el pescado, muy poco hecho, combina muy bien con ese fondo de ave, con las especias del cuscús y con unos ligeros toques dulces que aportan unos trozos de ciruela. Da paso a otro de los cuatro platos con los que me quedaría del menú. Es el hammis, un tipo de sémola de trigo duro árabe elaborada con coliflor y con madre de vinagre.

La utilización de este último ingrediente aporta un aroma y una intensidad de sabor máximos, con matices ácidos y dulces. Unan el juego de texturas entre la coliflor y la pasta, muy al dente, para un resultado espléndido. Para refrescar un poco esa intensidad se sirve al lado una cuchara (más bien cucharón) con pepino y un zumo de aceitunas, también buenísimo.

Entramos en las carnes. Un bollo al azafrán relleno de molleja de cordero. El bollo, por su textura, recuerda muchos a los baos, pero con una enorme delicadeza. La molleja, matizada con el azafrán, está muy rica. Para mojar el bollo, una mayonesa de canela. Agradable conjunto. Pero la sorpresa llega con el lomo de conejo. Lograr un gran plato con conejo no es fácil, pero Paco Morales lo consigue. Combinado con tuétano y con unos ravioli de trompetas de los muertos, aportando unos ligeros matices picantes a la salsa, obtiene un resultado excelente. Para mí, otro de los cuatro platos imprescindibles de la comida.

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Y para cerrar la parte salada, su majestad el pichón. Pocos cocineros trabajan como el chef cordobés estos pajaritos, a los que da un punto perfecto. Debajo, un fondo hecho con café arábico y cardamomo. Encima, unas láminas de amanitas cesáreas. Y en el centro una crema con los menudillos. Textura y sabor de la mano. Este sería ese cuarto plato que completa el póquer de ases del menú.

Tres postres como remate. Para refrescar y limpiar la boca, un ligero bizcocho de hierbabuena con limón, menta y cilantro. Muy agradable. Luego otra combinación llena de riesgo y que daría para un largo debate. Yogur solidificado, queso fresco de cabra y bolitas de remolacha helada con vinagre. Unos daditos de especias árabes aportan un punto astringente. Tremendo el golpe en la boca, el contraste de ingredientes. Cocina en el límite.

Pero en este caso, a diferencia de la ostra con lácteos, este me parece muy bueno. Cuestión de gustos, supongo. El tercero viene desde el principio. A falta de chocolate, que no existía en la época, algarrobas. Horneadas en una especie de brownie, con su peculiar sabor. El café se prepara en la mesa, infusionándolo con piel de naranja y cardamomo para reforzar sus aromas.

José Manuel Sabariego hace un gran trabajo como jefe de sala, explicando los platos, y también como sumiller. Maneja una buena carta de vinos, con destacada presencia de los mediterráneos, desde Grecia hasta el Líbano, y un apartado muy interesante que pone en valor a los olvidados generosos de Montilla-Moriles, donde hay verdaderas joyas. Para acompañar este menú fue proponiendo distintos vinos de las bodegas Alvear, todos de gran nivel: fino Capataz, amontillado Carlos VII, oloroso Asunción, y PX Solera 1910. Por medio un madeira, Barbeito semidulce.

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