EL NORTE DEL SUR

Flavia y yo

Ella es grande, calva, áspera, una superviviente que sigue siendo la reina de la selva del zoológico

La elefanta Flavia ABC
Rafael Aguilar

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FLAVIA es grande, calva, áspera, tan dura por fuera que se diría todo de hormigón, que a sus huesos no le pesan los años: tiene cuarenta y ocho, más que la mayoría de la gente que se detiene delante del recinto en el que vive desde siempre para hacerse fotos con ella y los suficientes para haberse convertido en el icono del zoológico de Córdoba del que no quiere salir, a su edad. Alguien de por ahí ha dicho esta semana que la elefanta está deprimida, sumida en un laberinto de soledades y enrejada en un sitio indigno. A ella, a estas alturas de su vida, todas estas cosas, tengan o no su razón de ser, le importan bastante poco. Suficiente ha hecho por esta ciudad como para dejarse enredar.

Flavia es grande, calva, áspera, y yo no sé si está triste, lo que sí sé es que pienso en ella y que me alegra y que me dan ganas de acariciarla para que se le pase lo que dicen que le pasa, que yo no sé si es verdad, yo no sé si se siente sola ni si está de bajona, pero sí sé que a lo que ellos llaman cautiverio yo le llamo entrega, servicio y cariño porque la veo como la vi una mañana de otoño, una mañana de otra época, de otro mundo tal vez, en la que las madres, por ejemplo la mía, nos alzaban a los niños que éramos entonces a la barandilla de su casa a la que ahora denominan cárcel para que nuestros padres tuvieran ángulo y nos tomaran unas imágenes con sonido, como se decía entonces, con los tomavistas, así les llamábamos. Registrar la vida diaria era en ese momento un prodigio, un avance doméstico al alcance de quienes pudieran permitirse un aparato que anticipaba el futuro y que luego, en las fiestas de cumpleaños o en las sobremesas de Navidad, reunía a la familia para que por arte de magia «borrás» las intrépidas aventuras en el zoológico se proyectaran sobre una sábana blanca.

Flavia es grande, calva, áspera, y la mirábamos todos con admiración en la sala de estar con su trompa y ella nos hacía felices porque parecía que ella también lo era allí en su casa o en su jaula. Circulaban leyendas de elefantes que habían muerto porque alguien les había echado de comer unos tornillos de un taller mecánico, pero ella siempre sobrevivía, tanto que nuestros hijos, la mía por ejemplo, han podido conocerla, veterana ya como era hace pocos años, hospitalaria, enorme siempre, afectuosa en sus gestos medidos de paquidermo, sensual y coqueta a su manera, allí posando para los retratos que ya no eran del pasado sino del futuro en el que estamos y que ya llamamos «selfies».

Flavia es grande, calva, áspera, y por más que han intentado robarle el protagonismo con animales exóticos ella se ha impuesto con su seguridad de reina de la selva, lo que ella es, lo que ella fue antes de que nadie la despreciara y se riera de su elegante decrepitud, porque los tiempos ya han cambiado y los niños ya no van al zoo, o si van lo hacen a desgana y les reprochan a sus padres que aquello, lo de la avenida del Linneo, es una cosa de segunda en comparación con los parques temáticos de París o de Alicante o de Cataluña.

Flavia es grande, calva, áspera. Yo no sé si anda triste, si se siente sola, si está deprimida. Sólo sé que pienso en ella y que ella me hace feliz porque me recuerda que alguna vez, no hace tanto, fui un niño.

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