PERDONEN LAS MOLESTIAS

Aquel mural de acero

Muere Tomás Egea y Córdoba pierde a un dibujante soberbio, un exquisito ilustrador y otro latido de una generación irrepetible

Tomás Egea en su despacho durante una entrevista con ABC en 2008 RAFAEL CARMONA
Aristóteles Moreno

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CONOCÍ a Tomás Egea y a su mujer, Lola Valera, casi cuando abrí los ojos al mundo. Formaban parte de esa constelación de seres que componían el universo confiable de mi infancia. Muchos de ellos habitan ya en el paisaje brumoso de la memoria. De nuestra memoria. Fernando Álvarez, Antonio Zurita, Martínez Bjorkman, Rafael Sarazá, Pepe Duarte, Filomeno Aparicio, Manolo Rubia, Paco Rojas, Pepe Villegas. Y tantos otros que dieron vida a aquella generación irrepetible, a caballo entre el lastre opresivo de la posguerra y el fulgor esperanzado de la democracia.

Tomás Egea era uno de ellos. Un hombre afable y un dibujante soberbio a partes iguales. Se afincó en Córdoba en 1958 y aquí cimentó su vida en aquel tiempo áspero y sofocante de las postrimerías de la dictadura. Tomás se agarró al Equipo 57 y al Círculo Cultural Juan XXIII como quien se aferra a un salvavidas en medio de una noche tempestuosa. Fue entonces cuando sus gafas de pasta gruesa y su semblante bonancible poblaron los días imperecederos de mi niñez.

Muchos años después me presenté en su taller para hacerle una entrevista de ABC Córdoba. Era mayo de 2008 y el tiempo había dejado sentir su latido lento pero imparable sobre nosotros. Me abrió nuevamente su casa y su biografía. Y desgranó, con la cordialidad de siempre, los años en que vendía viñetas por 45 pesetas, la fascinación por los tebeos, su estreno triunfal en la revista Blanco y Negro y su incursión en la decoración de interiores de la mano de Rafael de la Hoz.

«Nacemos para hacer cosas bellas», proclamó con esa voz inteligente y serena de un artista que exploró la ilustración y la pintura, el cómic y las vidrieras, con una destreza y una profusión admirables. Desde ese día reanudamos nuestra amistad, intermitente y furtiva, a través del territorio desangelado de Facebook. Ahí, en ese espacio, a veces gélido, a veces fértil, fue vaciando día a día sus láminas y sus dibujos como un goteo incesante y genial.

Las ilustraciones iban apareciendo en su pared digital como un regalo sin contraprestaciones. Como un testamento vital. Como un desfile inagotable de sus personajes, sus trazos, sus colores y su voluntad indeclinable de ser dibujante. Lo imaginaba abriendo sus cartapacios, seleccionando sus láminas con la precaución de un relojero, escaneando en silencio para compartir sus creaciones con esa generosidad poco frecuente y extraña. Toda esa obra excepcional, exquisita y sugerente, vaga hoy por el firmamento caótico de internet.

La última vez que lo vi fue en la exposición retrospectiva del Equipo 57 en la Fundación Botí. Octubre de 2017. Nos saludamos afectuosamente y se mostró feliz por el homenaje que la Sala Vimcorsa le preparaba para los próximos meses. La vida, de vez en cuando, traza círculos concéntricos y regresa al lugar donde empieza todo. A Tomás Egea le deslumbró la apuesta rupturista de Equipo 57 y ahora, sesenta años después, allí estaba para cerrar el ciclo vital del arte y la amistad.

Del 16 de diciembre conservo mis últimas palabras de Whatsapp con Tomás. Su salud se tambaleaba y nos conjuramos para visitar el mural que su talento creativo concibió y mi padre ejecutó en acero inoxidable a principios de los setenta. Era una composición abstracta de figuras geométricas que adornaban la fachada del Banco Coca (si mal no recuerdo) en la Avenida de los Tejares. La obra desapareció durante años y regresó como por arte de magia a uno de los pabellones del Campus de Rabanales. «Será una alegría para tus padres y para mí recordar viejos tiempos», escribió. Una alegría inmensa, Tomás.

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